«¿Tropezáis con uno que miente? Gritadle a la cara: ¡Mentira! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba? Gritadle: ¡Ladrón! y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías a quien oye toda una muchedum­bre con la boca abierta? Gritadles: ¡Estúpidos! y ¡adelante! ¡Adelante siempre¡». - Miguel de Unamuno y Jugo - Vida de Don Quijote y Sancho (1904).

Miguel de Unamuno

Alma vasca


«Egi alde guztietan

Toki onak badira

Bañan biyotzak diyo

Zoaz Euskalerrirá.»

Iparraguirre

No se conoce a uno sino por lo que dice y hace, y el alma de un pueblo sólo en su literatura y su historia cabe conocerla –tal es el común sentir. Es hacedero, sin embargo, conocer a un pueblo por debajo de la historia, en su obscura vida diaria, y por debajo de toda literatura, en sus conversaciones.

«Si los pueblos sin historia son felices, felicísimos han sido los vascos durante siglos y siglos», dijo de nosotros Cánovas del Castillo. De esta felicidad secular arranca nuestra juventud, una juventud amasada durante siglos. Pero ¿es que no hemos tenido historia? ¿Nos han faltado Aquiles u Homeros que los hayan cantado? «El pueblo inglés es un pueblo mudo; pueden cumplir grandes hazañas, pero no describirlas», dijo de su pueblo Carlyle, y con más razón que él del suyo puedo yo decirlo del mío. Y así como Carlyle añadía que su poema épico, el de los ingleses, está escrito en la superficie de la tierra, así añado yo que, más modestamente y más en silencio aún, ha escrito en la superficie de la tierra y en los caminos del mar su poema mi raza, un poema de trabajo paciente, en la América latina más que en otra parte alguna.

Durante siglos vivió mi raza en silencio histórico, en las profundidades de la vida, hablando su lengua milenaria, su eusquera; vivió en sus montañas de robles, hayas, olmos, fresnos y nogales, tapizadas de helecho, argoma y brezo, oyendo bramar al océano que contra ellas rompe, y viendo sonreír al sol tras de la lluvia terca y lenta, entre jirones de nubes. Las montañas verdes y el encrespado Cantábrico son los que nos han hecho.

Entramos tarde en la cultura, y entramos en ella con todo el vigor de la juventud y toda la cautela de una juventud elaborada tan lentamente, con timidez bajo la audacia misma. Porque el vasco, por arriesgado que sea ante la naturaleza, suele ser tímido ante los hombres, vergonzoso. El más valeroso marino vasco que haya afrontado el peligro supremo con serena calma, el más fuerte luchador contra los elementos que salga de mi raza, la de Elcano, el primero que dió vuelta al mundo, encuéntrase en sociedad cohibido. Mi paisano y entrañable amigo Juan Arzadun, en el hermosísimo relato la «Nochebuena del expósito», que figura en su precioso libro Poesía (tomo II de la «Biblioteca bascongada de Fermín Herrán», Bilbao 1897), habla del «tipo hermoso y tranquilizador del aldeano vasco» que «daba vueltas entre sus manos de gigante a la boina, lleno de insuperable timidez, y sonreía con vaguedad, fuerte y bonachón como un Hércules adolescente». La pintura es admirable; sobre todo lo de la timidez. Quien haya conocido en Universidades grupos de estudiantes vascongados, recordará dónde y cómo suelen reunirse, y cómo huyen de cierta sociedad. A ello ha contribuido no poco la natural torpeza para expresarse en lengua castellana, porque donde ha llegado a ser ésta, como en Bilbao, la nativa, las cosas varían.

Vizcaino es el hierro que os encargo;

corto en palabras, pero en obras largo.

concluye diciendo Don Diego de Haro en aquel magnífico final de la escena primera del primer acto de La prudencia en la mujer, en que Tirso de Molina dijo de nosotros en cuarenta versos lo que en cuarenta volúmenes no se ha dicho después. «Cortos en palabras, pero en obras largos.» Hasta nuestras palabras suelen ser acción -que lo diga, recientemente, el vasco Grandmontagne- y confío en Dios en que cuando se nos rompan por completo los labios y hagamos oír nuestra voz en la literatura española, será nuestro pensamiento corto en palabras y en obras largo.

Es, ante todo, un pueblo ágil y ágil más que maciza su activa y silenciosa inteligencia. Il saute comme un basque, se dice proverbialmente en Francia, y cuando nos metemos a escribir damos también saltos y cabriolas. Y la agilidad es la expansión más pura de la fuerza espontánea. Ved que nuestro juego típico es el de la pelota. De las ideas mismas hacemos pelotas en que adiestrar y robustecer nuestro espíritu. En los últimos disturbios de Bilbao, las ideas que unos y otros empendonaron eran, créanlo o no ellos, un pretexto para luchar.

La inteligencia de mi raza es activa, práctica y enérgica, con la energía de la taciturnidad. No ha dado hasta hoy grandes pensadores, que yo sepa, pero si grandes obradores, y obrar es un modo, el más completo, acaso, de pensar. El sentimiento del vasco es un sentimiento difuso que no se deja encerrar en imágenes definidas, savia que resiste la prisión de la célula, sentimiento, por decirlo así, protoplasmático. Estalla en la música, que es lo menos ligado a empobrecedoras concreciones. Coged las letras de Iparraguirre sin música, hacedlas traducir, y os resultará lo más vulgar y pedestre. Y, sin embargo, oíd cantar aquel «extiende y propaga tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo», y como en un mar se brizará en sus notas robustas vuestro corazón, acordando a ellas sus latidos. Y es que letra y música se concibieron juntas, como formas de una misma substancia.

Un carácter rudo y pacientemente impetuoso, por lo común autoritario. De la rudeza dan buena muestra las atrocidades que de los turbulentos banderizos de fines de nuestra Edad Media nos cuenta Lope García de Salazar en su Libro de las buenas andanzas e fortunas, aquellas sombrías luchas entre los de Butrón y Tamudio, los de Tamudio y los Leguizamón, los Leguizamón y los Tariaga y Maztiartu, narradas con fúnebre monotonía por el viejo cronista mientras estaba preso por sus hijos en la torre de Sant Martín de Mesñatones.

Y autoritarios, sí, autoritarios, a la vez que de espíritu independiente. Para mandar salvajes o para regir frailes, para colonizadores o para priores que ni hechos de encargo, pintiparados allí donde haga falta una energía un poco ruda y procedimientos rectilíneos, pero torpes para gobernar pueblos ya hechos, donde haya que concertar voluntades y templar gaitas, donde se requiera flexibilidad ante todo. Y cuando le toca ser subordinado el vasco, según la frase consagrada, obedece, pero no cumple; no dice que no, pero hace la suya.

Porque a tercos sí que no nos gana nadie. «Vizcaíno, burro», suele decirse aludiendo a nuestra testarudez, que acaso llegue a ser muchas veces en nosotros un vicio, pero que es, sin duda, de ordinario nuestra virtud capital. Si no entra de otro modo el clavo, lo meteremos a cabezadas. Pero nuestra terquedad es menos violenta que la del aragonés. Toda la afabilidad que se quiera, pero a hacer la suya el vasco. «Los vascongados -suele decirme un amigo- no atienden ustedes a más razones que a las suyas propias; si se arruinan, será solos, sin empacharse de consejos ajenos, pero sin culpar tampoco al prójimo por ello.» Por tercos, más que por otra cosa, hemos sostenido dos guerras civiles en el siglo pasado, porque nos parecía que marcha demasiado de prisa el progreso político, sin acomodarse al social; para ponerle a paso de buey, lento, sí, pero seguro.

Si hay algún hombre representativo de mi raza, es Iñigo de Loyola, el hidalgo guipuzcoano que fundó la Compañía de Jesús, el caballero andante de la Iglesia: el hijo de la tenacidad paciente. La Compañía, me decía una vez un famoso exjesuíta, no es castellana, como se ha dicho, ni española; es vascongada. Y vascongada hasta en sus defectos. Es vascongada en su terquedad pacienzuda, en su espíritu a la vez autoritario e independiente, en su horror a la ociosidad, en su pobreza de imaginación artística, en la fuerza para acomodarse a los más distintos ambientes, sin perder su individualidad propia. Y esto me lleva como de la mano a decir algo de lo que se ha llamado nuestro fanatismo.

Fue el pueblo vasco de los últimos en abrazar el cristianismo, pero lo abrazó con tanto ahínco como retardo. No es para nosotros la religión una especie de arte supremo en que busquemos tan sólo satisfacción a anhelos estéticos, sino que es algo muy hondo y muy serio. No es extraño encontrar en nuestras montañas quienes vivan hondamente preocupados del gran negocio de su salvación, en un estado de espíritu genuinamente puritánico. Nuestro sentimiento religioso, hondamente individualista, no se satisface con pompas litúrgicas en que resuenan ecos paganos. Es por dentro un espíritu nada romano; la de un alma que quiere relacionarse a solas y virilmente con su Dios, un Dios viril y austero. El calvinismo hugonote empezó a arraigar en el país vasco-francés; uno de los primeros libros impresos en vascuence -si no el primero, el segundo-, fue la traducción del Nuevo Testamento hecha en 1571 por Juan de Lizarraga, un hugonote vasco-francés, bajo los auspicios de Juana de Albret. En el fondo de la más rígida e incuestionable ortodoxia, se descubre pronto en la religiosidad de mi raza un germen antilatino, germen que espero dará frutos. La misma Compañía de Jesús que fundó mi paisano Loyola para atajar la marcha del protestantismo, ¿no nació, acaso, como todo movimiento que pretende oponerse a otro, en el seno mismo en que éste se agita, en relación de unidad profunda bajo su oposición superficial? Los Ejercicios espirituales, de Loyola, ¿no son acaso uno de los libros más gustados entre protestantes? Si persiste o no hoy el primitivo espíritu ignaciano en la Compañía, es ya otra cosa.

Se habla de nuestro espíritu reaccionario, cuando debía llamársele más bien conservador, en el mejor sentido. Queremos progresar al paso de la naturaleza, con calma, acomodando lo político a lo social. En el fondo del carlismo vascongado hubo siempre un soplo socialista; vislumbraba que se ha ahogado la libertad social bajo la política. Me decía una vez Pablo Iglesias que a nadie era más difícil de ganar al socialismo que al vascongado, pero que una vez dentro de él, era de los convencidos y de los sólidos, sin impaciencia ni desmayos.

Sobre esa base de austera y seria religiosidad, de activo recogimiento, se levanta la familia vasca, bajo la autoridad del eche co jauna, del amo de la casa. Y junto a él su mujer, que con él laya en la heredad, una mujer robusta. De soltera, con las trenzas tendidas sobre la espalda, lleva a la cabeza la herrada, suelta, ágil y fuerte, con la gracia reposada del vigor, «asentándose en el suelo como un roble, aunque ágil además como una cabra; con la elegancia del fresno, la solidez de la encina y la plenitud del castaño..., amasada con leche de robusta vaca y jugo de maíz soleado»..., permitidme que reproduzca estas palabras de mi Paz en la guerra. Y es ésta luego una mujer que la maternidad priva sobre la sexualidad. Me han confirmado sacerdotes de mi país, que por el confesionario lo saben, que los rarísimos casos de adulterio que en nuestras montañas ocurren, se deben en gran parte al ansia de las mujeres por tener hijos, cuando el marido no se los da. Los desea y los necesita.

Si su aspereza tosca no cultiva

aranzadas a Baco, hazas a Céres,

es porque Venus huya, que, lasciva,

hipoteca en sus frutos sus placeres.

Aquí observo bien dos hechos el travieso mercenario, aunque no acertó a relacionarlos. En el país vasco ni la extrema pobreza y desolada aridez que sume a los pueblos en incurable tristeza, ni la exuberancia y facilidad que los hunde en modorra e indolencia. Ahora que con las minas y las industrias ha empezado a acumularse una gran riqueza, ahora es cuando empieza a notarse algún cambio en el espíritu. Emprendedor y activo, sí, pero se ha hecho insoportable el bilbaíno por lo pagado de si mismo y de su riqueza y su convencimiento de pertenecer a cierta raza superior. Mira con cierta petulancia al resto de los españoles, a los no vascongados, si son pobres, llamándolos despreciativamente maquetos.

Es antigua en el pueblo vasco la pretensión de nobleza, originada del aislamiento en que vivió. Para el aldeano vasco no hay más que una distinción entre las gentes; euscaldunac los que hablan euscara o eusquera como él, y erdaldunac los demás, los bárbaros, los que hablan cualquier erdara o erdera, nombre en que se incluyen todas las hablas que no sean vascuence. Y respecto a pretensiones de hidalguía, basta leer lo que a Don Quijote dijo Sancho de Aspeitia. Cuéntase también que diciendo un Montmorency, creo, delante de un vasco, que ellos, los Montmorency databan no sé si del siglo VIII o IX, contestó el otro: pues nosotros, los vascos, no datamos. Y Tirso de Molina hizo decir a don Diego de Haro que

Un nieto de Noé les dió nobleza

que su hidalguía no es de ejecutoria.

Estos humos han producido ahora, a favor de la riqueza, una atmósfera irrespirable, pero es de esperar que digieran mis paisanos su riqueza y surja allí la cultura que canta sobre las chimeneas de las fábricas, como diría otro vasco, Maeztu, la que brota de expansión de vida.

Se ha dicho alguna vez que el vasco es triste, y triste habría que creerle, a juzgar por los relatos de Baroja. Yo no lo siento así, sino que aspiro en mi país, y entre los míos, una alegría casera y recogida, y no pocas veces el estallido de gozo de la vida que desborda.

Para alegría, la de mi país; una alegría como la del sol que sonríe entre jirones de nubes, sobre las montañas verdes, al través de la lluvia no pocas veces; una alegría agridulce, como la del chacolí o la sidra. Suele ser la alegría de dentro, no la que el sol os impone, sino la que brota del estómago saciado; no del cielo, sino del suelo. Suele ser la alegría a la holandesa que irradia de los cuadros de Teniers, la de sobremesa, tras pantagruélicas comilonas, no la que se nutre de manzanilla, aceitunas y cantos morunos. Hay que ver en la romería de la Albóniga, sobre Bermeo, cómo los intrépidos pescadores se desentumecen los miembros dando saltos y cabriolas, con una encantadora tosquedad, con la torpeza de gaviotas o alabancos que se pusieran a bailar.

¡Y si viérais una vuelta de romería, allá, al derretirse de la tarde, en los repliegues del sendero, entre las fuertes hayas cuyo follaje susurra extraños rezos! Vuelven cantando y saltando, cogida la moza no pocas veces por el robusto brazo de layador del mozo, riendo cualquier bobada, porque es la risa la que busca el chiste y no éste el que la provoca, abriendo la espita al chorro de vitalidad que desborda como de henchida cuba. De cuando en cuando arranca de un gaznate fresco un sanso o irrintzi, un relinchido, y sube como alondra, esparciéndose por el valle mezclado al rumor del follaje de los robles, y callan los pájaros, y vibra el cielo y se derriba al fin en el ámbito saturado de la santa alegría que del descanso del trabajo brota, aquel latido de un alma sencilla, que vive sin segunda intención y que sólo sabe expresarse así, inarticuladamente, en robusta oración al dios de la alegría y del trabajo, de la alegría seria y del trabajo serio.

No; mi pueblo no es triste; y no lo es, porque no toma el mundo no más que en espectáculo, sino que lo toma en serio; no lo es, porque estará a punto de caer en cualquier dolencia colectiva, menos en esteticismo. El día en que pierda la timidez, cobre entera conciencia de sí y aprenda a hablar en un idioma de cultura, os aseguro que tendréis que oírle, sobre todo si descubre su hondo sentimiento de la vida: su religión propia.

Miguel de Unamuno

Del sentimiento trágico de la vida

II

El punto de partida

Miguel de Unamuno

Acaso las reflexiones que vengo haciendo puedan parecer a alguien de un cierto carácter morboso. ¿Morboso? ¿Pero qué es eso de la enfermedad? ¿Qué es la salud?

Y acaso la enfermedad misma sea la condición esencial de lo que llamamos progreso, y el progreso mismo una enfermedad.

¿Quién no conoce la mítica tragedia del Paraíso? Vivían en él nuestros primeros padres en estado de perfecta salud y de perfecta inocencia, y Yavé les permitía comer del árbol de la vida, y había creado todo para ellos; pero les prohibió probar del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero ellos, tentados por la serpiente, modelo de prudencia para el Cristo, probaron de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal, y quedaron sujetos a las enfermedades todas y a la que es corona y acabamiento de ellas, la muerte, y al trabajo y al progreso. Porque el progreso arranca, según esta leyenda, del pecado original. Y así fue cómo la curiosidad de la mujer, de Eva, de la más presa a las necesidades orgánicas y de conservación, fue la que trajo la caída y con la caída la redención, la que nos puso en el camino de Dios, de llegar a Él y ser en Él. ¿Queréis una versión de nuestro origen? Sea. Según ella, no es en rigor el hombre, sino una especie de gorila, orangután, chimpancé o cosa así, hidrocéfalo o algo parecido. Un mono antropoide tuvo una vez un hijo enfermo, desde el punto de vista estrictamente animal o zoológico, enfermo, verdaderamente enfermo, y esa enfermedad resultó, además de una flaqueza, una ventaja para la lucha por la persistencia. Acabó por ponerse derecho el único mamífero vertical: el hombre. La posición erecta le libertó las manos de tener que apoyarse en ellas para andar, y pudo oponerse el pulgar a los otros cuatro dedos, y escoger objetos y fabricarse utensilios, y son las manos, como es sabido, grandes fraguadoras de inteligencia. Y esa misma posición le puso pulmones, tráquea, laringe y boca en aptitud de poder articular lenguaje, y la palabra es inteligencia. Y esa posición también, haciendo que la cabeza pese verticalmente sobre el tronco, permitió un mayor peso y desarrollo de aquella, en que el pensamiento se asienta. Pero necesitando para esto unos huesos de la pelvis más resistentes y recios que en las especies cuyo tronco y cabeza descansan sobre las cuatro extremidades, la mujer, la autora de la caída, según el Génesis, tuvo que dar salida en el parto a una criatura de mayor cabeza por entre unos huesos más duros. Y Yavé la condenó, por haber pecado, a parir con dolor sus hijos.

El gorila, el chimpancé, el orangután y sus congéneres deben de considerar como un pobre animal enfermo al hombre, que hasta almacena sus muertos. ¿Para qué?

Y esa enfermedad primera y las enfermedades todas que le siguen, ¿no son acaso el capital elemento del progreso? La artritis, pongamos por caso, inficiona la sangre, introduce en ella cenizas, escurrajas de una imperfecta combustión orgánica; pero esta impureza misma, ¿no hace por ventura más excitante a esa sangre? ¿No provocará acaso esa sangre impura, y precisamente por serlo, a una más aguda celebración? El agua químicamente pura es impotable. Y la sangre fisiológicamente pura, ¿no es acaso también inapta para el cerebro del mamífero vertical que tiene que vivir del pensamiento?

La historia de la Medicina, por otra parte, nos enseña que no consiste tanto el progreso en expulsar de nosotros los gérmenes de las enfermedades, o más bien las enfermedades mismas, cuanto en acomodarlas a nuestro organismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlas en nuestra sangre. ¿Qué otra cosa significan la vacunación y los sueros todos, qué otra cosa la inmunización por el transcurso del tiempo? Si eso de la salud no fuera una categoría abstracta, algo que en rigor no se da, podríamos decir que un hombre perfectamente sano no sería ya un hombre, sino un animal irracional. Irracional por falta de enfermedad alguna que encendiera su razón. Y es una verdadera enfermedad, y trágica, la que nos da el apetito de conocer por gusto del conocimiento mismo, por el deleite de probar de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal.

1 «todos los hombres se empeñan por naturaleza en conocer». Así empieza Aristóteles su Metafísica, y desde entonces se ha repetido miles de veces que la curiosidad o deseo de saber, lo que, según el Génesis, llevó a nuestra primer madre al pecado, es el origen de la ciencia.

Mas es menester distinguir aquí entre el deseo o apetito de conocer, aparentemente y a primera vista, por amor al conocimiento mismo, entre el ansia de probar del fruto del árbol de la ciencia, y la necesidad de conocer para vivir. Esto último, que nos da el conocimiento directo e inmediato, y que en cierto sentido, si no pareciese paradójico, podría llamarse conocimiento inconsciente, es común al hombre con los animales, mientras lo que nos distingue de estos es el conocimiento reflexivo, el conocer del conocer mismo. Mucho han disputado y mucho seguirán todavía disputando los hombres, ya que a sus disputas fue entregado el mundo, sobre el origen del conocimiento; mas dejando ahora para más adelante lo que de ello sea en las hondas entrañas de la existencia, es lo averiguado y cierto que en el orden aparencial de las cosas, en la vida de los seres dotados de algún conocer o percibir, más o menos brumoso, o que por sus actos parecen estar dotados de él, el conocimiento se nos muestra ligado a la necesidad de vivir y de procurarse sustento para lograrlo. Es una secuela de aquella esencia misma del ser, que, según Spinoza, consiste en el conato por perseverar indefinidamente en su ser mismo. Con términos en que la concreción raya acaso en grosería, cabe decir que el cerebro, en cuanto a su función, depende del estómago. En los seres que figuran en lo más abajo de la escala de los vivientes, los actos que presentan caracteres de voluntariedad, los que parecen ligados a una conciencia más o menos clara, son actos que se enderezan a procurarse subsistencia el ser que los ejecuta.

Tal es el origen que podemos llamar histórico del conocimiento, sea cual fuere su origen en otro respecto. Los seres que parecen dotados de percepción, perciben para poder vivir, y sólo en cuanto para vivir lo necesitan, perciben. Pero tal vez, atesorados estos conocimientos que empezaron siendo útiles y dejaron de serlo, han llegado a constituir un caudal que sobrepuja con mucho al necesario para la vida.

Hay, pues, primero la necesidad de conocer para vivir, y de ella se desarrolla ese otro que podríamos llamar conocimiento de lujo o de exceso, que puede a su vez llegar a constituir una nueva necesidad. La curiosidad, el llamado deseo innato de conocer, sólo se despierta, y obra luego que está satisfecha la necesidad de conocer para vivir; y aunque alguna vez no sucediese así en las condiciones actuales de nuestro linaje, sino que la curiosidad se sobreponga a la necesidad y la ciencia al hombre, el hecho primordial es que la curiosidad brotó de la necesidad de conocer para vivir, y este es el peso muerto y la grosera materia que en su seno la ciencia lleva; y es que aspirando a ser un conocer por conocer, un conocer la verdad por la verdad misma, las necesidades de la vida fuerzan y tuercen a la ciencia a que se ponga al servicio de ellas, y los hombres, mientras creen que buscan la verdad por ella misma, buscan de hecho la vida en la verdad. Las variaciones de la ciencia dependen de las variaciones de las necesidades humanas, y los hombres de ciencia suelen trabajar, queriéndolo o sin quererlo, a sabiendas o no, al servicio de los poderosos o al del pueblo que les pide confirmación de sus anhelos.

¿Pero es esto realmente un peso muerto y una grosera materia de la ciencia, o no es más bien la íntima fuente de su redención? El hecho es que es ello así, y torpeza grande pretender rebelarse contra la condición misma de la vida.

El conocimiento está al servicio de la necesidad de vivir, y primariamente al servicio del instinto de conservación personal. Y esta necesidad y este instinto han creado en el hombre los órganos del conocimiento, dándoles el alcance que tienen. El hombre ve, oye, toca, gusta y huele lo que necesita ver, oír, tocar, gustar y oler para conservar su vida; la merma o la pérdida de uno cualquiera de esos sentidos aumenta los riesgos de que su vida está rodeada, y si no los aumenta tanto en el estado de sociedad en que vivimos, es porque los unos ven, oyen, tocan, gustan o huelen por los otros. Un ciego solo, sin lazarillo, no podría vivir mucho tiempo. La necesidad es otro sentido, el verdadero sentido común.

El hombre, pues, en su estado de individuo aislado, no ve, ni oye, ni toca, ni gusta, ni huele más que lo que necesita para vivir y conservarse. Si no percibe colores ni por debajo del rojo ni por encima del violeta, es acaso porque le bastan los otros para poder conservarse. Y los sentidos mismos son aparatos de simplificación, que eliminan de la realidad objetiva todo aquello que no nos es necesario conocer para poder usar de los objetos a fin de conservar la vida. En la completa oscuridad, el animal que no perece, acaba por volverse ciego. Los parásitos, que en las entrañas de otros animales viven de los jugos nutritivos por estos otros preparados ya, como no necesitan ni ver ni oír, ni ven ni oyen, sino que convertidos en una especie de saco, permanecen adheridos al ser de quien viven. Para estos parásitos no deben de existir ni el mundo visual ni el mundo sonoro. Basta que vean y oigan aquellos que en sus entrañas los mantienen. Está, pues, el conocimiento primariamente al servicio del instinto de conservación, que es más bien, como con Spinoza dijimos, su esencia misma. Y así cabe decir que es el instinto de conservación el que nos hace la realidad y la verdad del mundo perceptible, pues del campo insondable e ilimitado de lo posible es ese instinto el que nos saca y separa lo para nosotros existente. Existe, en efecto, para nosotros todo lo que, de una o de otra manera, necesitamos conocer para existir nosotros; la existencia objetiva es, en nuestro conocer, una dependencia de nuestra propia existencia personal. Y nadie puede negar que no pueden existir y acaso existan aspectos de la realidad desconocidos, hoy al menos, de nosotros, y acaso inconocibles, porque en nada nos son necesarios para conservar nuestra propia existencia actual.

Pero el hombre ni vive solo ni es individuo aislado, sino que es miembro de sociedad, encerrando no poca verdad aquel dicho de que el individuo, como el átomo, es una abstracción. Sí, el átomo fuera del universo es tan abstracción como el universo aparte de los átomos. Y si el individuo se mantiene es por el instinto de perpetuación de aquel. Y de este instinto, mejor dicho, de la sociedad, brota la razón. La razón, lo que llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el que distingue al hombre, es un producto social.

Debe su origen acaso al lenguaje. Pensamos articulada, o sea reflexivamente, gracias al lenguaje articulado, y este lenguaje brotó de la necesidad de transmitir nuestro pensamiento a nuestros prójimos. Pensar es hablar consigo mismo, y hablamos cada uno consigo mismo gracias a haber tenido que hablar los unos con los otros, y en la vida ordinaria acontece con frecuencia que llega uno a encontrar una idea que buscaba, llega a darla forma, es decir, a obtenerla, sacándola de la nebulosa de percepciones oscuras a que representa, gracias a los esfuerzos que hace para presentarla a los demás. El pensamiento es lenguaje interior, y el lenguaje interior brota del exterior. De donde resulta que la razón es social y común. Hecho preñado de consecuencias, como hemos de ver.

Y si hay una realidad que es en cuanto conocida obra del instinto de conservación personal y de los sentidos al servicio de este, ¿no habrá de haber otra realidad, no menos real que aquella, obra, en cuanto conocida, del instinto de perpetuación, el de la especie, y al servicio de él? El instinto de conservación, el hambre, es el fundamento del individuo humano; el instinto de perpetuación, amor en su forma más rudimentaria y fisiológica, es el fundamento de la sociedad humana. Y así como el hombre conoce lo que necesita conocer para que se conserve, así la sociedad o el hombre, en cuanto ser social conoce lo que necesita conocer para perpetuarse en sociedad.

Hay un mundo, el mundo sensible, que es hijo del hambre, y otro mundo, el ideal, que es hijo del amor. Y así como hay sentidos al servicio del conocimiento del mundo sensible los hay también, hoy en su mayor parte dormidos, porque apenas si la conciencia social alborea, al servicio del conocimiento del mundo ideal. ¿Y por qué hemos de negar la realidad objetiva a las creaciones del amor, del instinto de perpetuación, ya que se lo concedemos a las del hambre o instinto de conservación? Porque si se dice que estas otras creaciones no lo son más que de nuestra fantasía, sin valor objetivo, ¿no puede decirse igualmente de aquellas que no son sino creaciones de nuestros sentidos? ¿Quién nos dice que no haya un mundo invisible e intangible, percibido por el sentido íntimo, que vive al servicio del instinto de perpetuación?

La sociedad humana, como tal sociedad, tiene sentidos de que el individuo, a no ser por ella, carecería, lo mismo que este individuo, el hombre, que es a su vez una especie de sociedad, tiene sentidos de que carecen las células que le componen. Las células ciegas del oído, en su oscura conciencia, deben de ignorar la existencia del mundo visible, y si de él les hablasen, lo estimarían acaso creación arbitraria de las células sordas de la vista, las cuales, a su vez, habrán de estimar ilusión el mundo sonoro que aquellas crean. Mentábamos antes a los parásitos que, viviendo en las entrañas de los animales superiores, de los jugos nutritivos que estos preparan, no necesitan ver ni oír, y no existe, por lo tanto, para ellos mundo visible ni sonoro. Y si tuviesen cierta conciencia y se hicieran cargo de que aquel a cuyas expensas viven cree en otro mundo, juzgaríanlo acaso desvaríos de la imaginación. Y así hay parásitos sociales, como hace muy bien notar Mr. Balfour, que recibiendo de la sociedad en que viven los móviles de su conducta moral, niegan que la creencia en Dios y en otra vida sean necesarias para fundamentar una buena conducta y una vida soportables, porque la sociedad les ha preparado ya los jugos espirituales de que viven. Un individuo suelto puede soportar la vida y vivirla buena, y hasta heroica, sin creer en manera alguna ni en la inmortalidad del alma ni en Dios, pero es que vive vida de parásito espiritual. Lo que llamamos sentimiento del honor es, aun en los no cristianos, un producto cristiano. Y aun digo más, y es, que si se da en un hombre la fe en Dios unida a una vida de pureza y elevación moral, no es tanto que el creer en Dios le haga bueno, cuanto que el ser bueno, gracias a Dios, le hace creer en Él. La bondad es la mejor fuente de clarividencia espiritual.

No se me oculta tampoco que podrá decírseme que todo esto de que el hombre crea el mundo sensible, y el amor el ideal, todo lo de las células ciegas del oído y las sordas de la vista, lo de los parásitos espirituales, etc., son metáforas. Así es, y no pretendo otra cosa sino discurrir por metáforas. Y es que ese sentido social, hijo del amor, padre del lenguaje y de la razón y del mundo ideal que de él surge, no es en el fondo otra cosa que lo que llamamos fantasía e imaginación. De la fantasía brota la razón. Y si se toma a aquella como una facultad que fragua caprichosamente imágenes, preguntaré qué es el capricho, y en todo caso también los sentidos y la razón yerran.

Y hemos de ver que es esa facultad íntima social, la imaginación que lo personaliza todo, la que, puesta al servicio del instinto de perpetuación, nos revela la inmortalidad del alma y a Dios, siendo así Dios un producto social.

Pero esto para más adelante.

Y ahora bien; ¿para qué se filosofa?, es decir, ¿para qué se investigan los primeros principios y los fines últimos de las cosas? ¿Para qué se busca la verdad desinteresada? Porque aquello de que todos los hombres tienden por naturaleza a conocer, está bien; pero ¿para qué? Buscan los filósofos un punto de partida teórico o ideal a su trabajo humano, el de filosofar; pero suelen descuidar buscarle el punto de partida práctico y real, el propósito. ¿Cuál es el propósito al hacer filosofía, al pensarla y exponerla luego a los semejantes? ¿Qué busca en ello y con ello el filósofo? ¿La verdad por la verdad misma? ¿La verdad para sujetar a ella nuestra conducta y determinar conforme a ella nuestra actitud espiritual para con la vida y el universo?

La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre.

Y no quiero emplear aquí el yo, diciendo que al filosofar filosofo yo y no el hombre, para que no se confunda este yo concreto, circunscrito, de carne y hueso, que sufre del mal de muelas y no encuentra soportable la vida si la muerte es la aniquilación de la conciencia personal, para que no se le confunda con ese otro yo de matute, el Yo con letra mayúscula, el Yo teórico que introdujo en la filosofía Fichte, ni aun con el único, también teórico, de Max Stirner. Es mejor decir nosotros. Pero nosotros los circunscritos en espacios.

¡Saber por saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano. Y si decimos que la filosofía teórica se endereza a la práctica, la verdad al bien, la ciencia a la moral, diré: y el bien ¿para qué? ¿Es acaso un fin en sí? Bueno no es sino lo que contribuye a la conservación, perpetuación y enriquecimiento de la conciencia. El bien se endereza al hombre, al mantenimiento y perfección de la sociedad humana, que se compone de hombres. Y esto; ¿para qué? «Obra de modo que tu acción pueda servir de norma a todos los hombres», nos dice Kant. Bien ¿y para qué? Hay que buscar un para qué.

En el punto de partida, en el verdadero punto de partida, el práctico, no el teórico, de toda filosofía, hay un para qué. El filósofo filosofa para algo más que para filosofar. Primum vivere, deinde philosophari, dice el antiguo adagio latino, y como el filósofo, antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar, y de hecho filosofa para vivir. Y suele filosofar, o para resignarse a la vida, o para buscarle alguna finalidad, o para divertirse y olvidar penas, o por deporte y juego. Buen ejemplo de este último, aquel terrible ironista ateniense que fue Sócrates, y de quien nos cuenta Jenofonte, en sus Memorias, que de tal modo le expuso a Teodota la cortesana las artes de que debía valerse para atraer a su casa amantes, que le pidió ella al filósofo que fuese su compañero de caza, avvOilpazds, su alcahuete, en una palabra. Y es que, de hecho, en arfe de alcahuetería, aunque sea espiritual, suele no pocas veces convertirse la filosofía. Y otras en opio para adormecer pesares.

Tomo al azar un libro de metafísica, el que encuentro más a mano. Time and Space. A metaphysical essay, de Shayworth H. Hodgson; lo abro, y en el párrafo quinto del primer capítulo de su parte primera leo: «La metafísica no es, propiamente hablando, una ciencia, sino una filosofía; esto es, una ciencia cuyo fin está en sí misma, en la gratificación y educación de los espíritus que la cultivan, no en propósito alguno externo, tal como el de fundar un arte conducente al bienestar de la vida.» Examinemos esto. Y veremos primero que la metafísica no es, hablando con propiedad properly speaking-, una ciencia, «esto es», that is, que es una ciencia cuyo fin etcétera. Y esta ciencia, que no es propiamente una ciencia, tiene su fin en sí, en la gratificación y educación de los espíritus que la cultivan. ¿En qué, pues, quedamos? ¿Tiene su fin en sí, o es su fin gratificar y educar los espíritus que la cultivan? ¡O lo uno o lo otro! Luego añade Hodgson que el fin de la metafísica no es propósito alguno externo, como el de fundar un arte conducente al bienestar de la vida. Pero es que la gratificación del espíritu de aquel que cultiva la filosofía, ¿no es parte del bienestar de su vida? Fíjese el lector en ese pasaje del metafísico inglés, y dígame si no es un tejido de contradicciones. Lo cual es inevitable, cuando se trate de fijar humanamente eso de una ciencia, de un conocer, cuyo fin esté en sí mismo; eso de un conocer por el conocer mismo de un alcanzar la verdad por la misma verdad. La ciencia no existe sino en la conciencia personal, y gracias a ella; la astronomía, las matemáticas, no tienen otra realidad que la que como conocimiento tienen en las mentes de los que las aprenden y cultivan. Y si un día ha de acabarse toda conciencia personal sobre la tierra; si un día ha de volver a la nada, es decir, a la absoluta inconsciencia de que brotara el espíritu humano, y no ha de haber espíritu que se aproveche de toda nuestra ciencia acumulada, ¿para qué esta? Porque no se debe perder de vista que el problema de la inmortalidad personal del alma implica el porvenir de la especie humana toda.

Esa serie de contradicciones en que el inglés cae, al querer explicarnos lo de una ciencia cuyo fin está en sí misma, es fácilmente comprensible tratándose de un inglés que ante todo es hombre. Tal vez un especialista alemán, un filósofo que haya hecho de la filosofía su especialidad, y en esta haya enterrado, matándola antes, su humanidad, explicara mejor eso de la ciencia, cuyo fin está en sí misma, y lo del conocer por conocer. Tomad al hombre Spinoza, aquel judío portugués desterrado en Holanda; leed su Ética, como lo que es, como un desesperado poema elegiaco, y decidme si no se oye allí, por debajo de las escuetas y al parecer serenas proposiciones expuestas more geometrico, el eco lúgubre de los salmos proféticos. Aquella no es la filosofía de la resignación, sino la de la desesperación. Y cuando escribía lo de que el hombre libre en todo piensa menos en la muerte, y es su sabiduría meditación no de la muerte, sino de la vida humana -homo librr de nulla re minus quam de morte cogitat et euis sapientiam non mortis, sed vitae meditatio est (Ethice, pars. IV prop. LXVII); cuando escribía, sentíase, como nos sentimos todos, esclavo, y pensaba en la muerte, y para libertarse, aunque en vano, de este pensamiento, lo escribía. Ni al escribir la proposición XLII de la parte V de que «la felicidad no es premio de la virtud, sino la virtud misma», sentía, de seguro, lo que escribía. Pues para eso suelen filosofar los hombres, para convencerse a sí mismos, sin lograrlo. Y este querer convencerse, es decir, este querer violentar la propia naturaleza humana, suele ser el verdadero punto de partida íntimo de no pocas filosofías.

¿De dónde vengo yo y de dónde viene el mundo en que vivo y del cual vivo? ¿Adónde voy y adónde va cuanto me rodea? ¿Qué significa esto? Tales son las preguntas del hombre, así que se liberta de la embrutecedora necesidad de tener que sustentarse materialmente. Y si miramos bien, veremos que debajo de esas preguntas no hay tanto el deseo de conocer un por qué como el de conocer el para qué; no de la causa, sino de la finalidad. Conocida es la definición que de la filosofía daba Cicerón llamándola «ciencia de lo divino y de lo humano y de las causas en que ellos se contienen», retum divinarum et humanarum, causarumque quibus hae res continentur; pero en realidad, esas causas son para nosotros, fines. Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Sólo nos interesa el por qué en vista del para qué; sólo queremos saber de dónde venimos para mejor poder averiguar adónde vamos.

Esta definición ciceroniana, que es estoica, se halla también en aquel formidable intelectualista que fue Clemente de Alejandría, por la Iglesia católica canonizado, el cual la expone en el capítulo V del primero de sus Stromata. Pero este mismo filósofo cristiano -¿cristiano?- en el capítulo XXII de su cuarto stroma nos dice que debe bastarle al gnóstico, es decir, al intelectual, el conocimiento, la gnosis, y añade: «y me atrevería a decir que no por querer salvarse escogerá el conocimiento el que lo siga por la divina ciencia misma: el conocer tiende, mediante el ejercicio, al siempre conocer; pero el conocer siempre, hecho esencia del conocimiento por continua mezcla y hecho contemplación eterna queda sustancia viva; y si alguien por su posición propusiese al intelectual qué prefería, o el conocimiento de Dios o la salvación eterna, y se pudieran dar estas cosas separadas, siendo como son, más bien una sola, sin vacilar escogería el conocimiento de Dios». ¡Que Él, que Dios mismo, a quien anhelamos gozar y poseer eternamente, nos libre de este gnosticismo o intelectualismo clementino!

¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y adónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido. Y hay tres soluciones: a) o sé que me muero del todo y entonces la desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y entonces la resignación, o c) no puedo saber ni una cosa ni otra cosa, y entonces la resignación en la desesperación o esta en aquella, una resignación desesperada, o una desesperación resignada, y la lucha. «Lo mejor es -dirá algún lector- dejarse de lo que no se puede conocer.» ¿Es ello posible? En su hermosísimo poema El sabio antiguo (The ancient sage), decía Tennyson: «No puedes probar lo inefable (The Nameless), ¡oh hijo mío, ni puedes probar el mundo en que te mueves; no puedes probar que eres cuerpo sólo, ni puedes probar que eres sólo espíritu, ni que eres ambos en uno; no puedes probar que eres inmortal, ni tampoco que eres mortal; sí, hijo mío, no puedes probar que yo, que contigo hablo, no eres tú que hablas contigo mismo, porque nada digno de probarse puede ser probado ni des-probado, por lo cual sé prudente, agárrate siempre a la parte más soleada de la duda y trepa a la Fe allende las formas de la Fe!» Sí, acaso, como dice el sabio, nada digno de probarse puede ser probado ni des-probado.

for nothing worthy proving can be proven,

nor yet disproven;

¿Pero podemos contener a ese instinto que lleva al hombre a querer conocer y sobre todo a querer conocer aquello que a vivir, y a vivir siempre, conduzca? A vivir siempre, no a conocer siempre como el gnóstico alejandrino. Porque vivir es una cosa y conocer otra, y como veremos, acaso hay entre ellas una tal oposición que podamos decir que todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital. Y esta es la base del sentimiento trágico de la vida.

Lo malo del discurso del método de Descartes no es la duda previa metódica; no que empezara queriendo dudar de todo, lo cual no es más que un mero artificio; es que quiso empezar prescindiendo de sí mismo, del Descartes, del hombre real, de carne y hueso, del que no quiere morirse, para ser un mero pensador, esto es, una abstracción. Pero el hombre real volvió y se le metió en la filosofía.

«Le bon sens est la chose du monde la mieux partagée.» Así comienza el Discurso del Método, y ese buen sentido le salvó. Y sigue hablando de sí mismo, del hombre Descartes, diciéndonos, entre otras cosas, que estimaba mucho la elocuencia y estaba enamorado de la poesía; que se complacía sobre todo en las matemáticas, a causa de la certeza y evidencia de sus razones, y que veneraba nuestra teología, y pretendía, tanto como cualquier otro, ganar en el cielo, et prétendais autant qu'aucun autre á gagner le ciel. Y esta pretensión, por lo demás creo que muy laudable, y sobre todo muy natural, fue la que le impidió sacar todas las consecuencias de la duda metódica. El hombre Descartes pretendía, tanto como otro cualquiera, ganar el cielo; «pero habiendo sabido, como cosa muy segura, que no está su camino menos abierto a los más ignorantes que a los más doctos, y que las verdades reveladas que a él llevan están por encima de nuestra inteligencia, no me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mi razonamiento y pensé que para emprender el examinarlos y lograrlo era menester tener alguna extraordinaria asistencia del cielo y ser más que hombre». Y aquí está el hombre. Aquí está el hombre que no se sentía, a Dios gracias, en condición que le obligase a hacer de la ciencia un oficio -métier- para alivio de su fortuna, y que no se hacía una profesión de despreciar, en cínico, la gloria. Y luego nos cuenta cómo tuvo que detenerse en Alemania, y encerrado en una estufa, poele, empezó a filosofar su método. En Alemania, ¡pero encerrado en una estufa! Y así es, un discurso de estufa, y de estufa alemana, aunque el filósofo en ella encerrado haya sido un francés que se proponía ganar el cielo.

Y llega al cogito ergo sum, que ya san Agustín preludiara; pero el ego implícito en este entimema ego cogito, ergo ego sum, es un ego, un yo irreal, o sea ideal, y su sum, su existencia, algo irreal también, «pienso luego soy», no puedo querer decir sino «pienso, luego soy pensante»; ese ser del soy que se deriva de pienso no es más que un conocer; ese ser es conocimiento, mas no vida. Y lo primitivo no es que pienso, sino que vivo, porque también viven los que no piensan. Aunque ese vivir no sea un vivir verdadero. ¡Qué de contradicciones, Dios mío, cuando queremos casar la vida y la razón!

La verdad es sum, ergo cogito: soy, luego pienso, aunque no todo lo que es piense. La conciencia de pensar, ¿no será ante todo conciencia de ser? ¿Será posible acaso un pensamiento puro, sin conciencia de sí, sin personalidad? ¿Cabe acaso conocimiento puro, sin sentimiento, sin esta especie de materialidad que el sentimiento le presta? ¿No se siente acaso el pensamiento y se siente uño a sí mismo a la vez que se conoce y se quiere? ¿No puede decir el hombre de la estufa: «siento, luego soy»; o «quiero, luego soy»? Y sentirse, ¿no es acaso sentirse imperecedero? Quererse, ¿no es quererse eterno, es decir, no querer morirse? Lo que el triste judío de Amsterdam llamaba la esencia de la cosa, el conato que pone en perseverar indefinidamente en su ser, el amor propio, el ansia de inmortalidad, ¿no será acaso la condición primera y fundamental de todo conocimiento reflexivo o humano? ¿Y no será, por lo tanto, la verdadera base, el verdadero punto de partida de toda filosofía, aunque los filósofos, pervertidos por el intelectualismo, no lo reconozcan?

Y fue además el cogito el que introdujo una distinción que, aunque fecunda en verdades, lo ha sido también en confusiones, y es la distinción entre objeto, cogito, y sujeto, sum. Apenas hay distinción que no sirva también para confundir. Pero a esto volveremos.

Quedémonos ahora en esta vehemente sospecha de que el ansia de no morir, el hambre de la inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente en nuestro ser propio y que es, según el trágico judío, nuestra misma esencia, eso es la base afectiva de todo conocer y el íntimo punto de partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para hombres. Y veremos cómo la solución a ese íntimo problema afectivo, solución que puede ser la renuncia desesperada de solucionarlo, es la que tiñe todo el resto de la filosofía. Hasta debajo del llamado problema del conocimiento no hay sino el afecto ese humano, como debajo de la inquisición del por qué de la causa no hay sino la rebusca del para qué, de la finalidad. Todo lo demás es o engañarse o querer engañar a los demás. Y querer engañar a los demás para engañarse a sí mismo.

Y ese punto de partida personal y afectiva de toda filosofía y de toda religión es el sentimiento trágico de la vida. Vamos a verlo.

¡Y aún vive...!

¡Y aún vive...!
¡Y aún vive...!

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca
Francisco Igartua y una pasión quijotesca

viernes, 28 de octubre de 2011

Heterodoxia y religiosidad: Leopoldo Alas (Clarín), Unamuno, Machado

Yvan Lissorgues

Mucho se ha escrito sobre el pensamiento y el sentimiento religioso de Unamuno y de Machado, y puede parecer algo pretencioso abordar de nuevo el tema, tanto más que permanecen todavía en pie varias tesis encontradas, particularmente sobre Unamuno. El caso de Clarín es un poco diferente, ya que se le conoce bien sólo desde hace algunos años, desde el momento en que se ha analizado su producción periodística, aunque varios estudios han puesto de relieve con acierto muchos aspectos de la personalidad moral y religiosa del autor.

El estudio comparativo de la posición religiosa de los tres escritores es, pues, empresa delicadísima. Y hay que decirlo de entrada, el elemento perturbador es ante todo, y como siempre, la personalidad de Unamuno. Porque hubiera sido relativamente fácil mostrar las analogías y las diferencias que al respecto ofrecen las figuras de Clarín y de Machado, pero pasar por alto la enorme presencia de Unamuno en tales cuestiones hubiera mutilado gravemente la perspectiva.

Me propongo, en efecto, mucho más mostrar que los tres destacados escritores se sitúan en una corriente heterodoxa, que ilustran de una manera ejemplar por ser quienes son, que analizar detalladamente la especificidad religiosa de cada uno. Es muy importante subrayar que si nuestros tres autores contribuyen fuertemente a definir en términos modernos una corriente o una tendencia heterodoxa, no la crean. Sin que sea necesario remontar a los erasmistas del siglo XVI, es bastante evidente que no pocas características del pensamiento religioso de Clarín, Unamuno o Machado coinciden con varias concepciones de los llamados krausistas españoles. Hasta tal punto que María Dolores Gómez Molleda consiguió, con acierto, reunir a todos bajo el epígrafe de reformadores1, si bien el calificativo, por la connotación protestante que implica, no parezca del todo exacto. Es de notar que la crítica del catolicismo, tanto en los tres escritores estudiados como en los pensadores krausistas, nace de la misma exigencia, la de una religión vivida individualmente como principio de unidad moral y espiritual, religión que el catolicismo jerarquizado, ordenancista, dogmático y rutinario es, según ellos, incapaz de promover. Las graves y enconadas acusaciones que Clarín, Unamuno o Machado lanzan contra la Iglesia española son idénticas a las que, en 1874, le dirigía Fernando de Castro en su Memoria testamentaria2. Es preciso advertir, antes de empezar el análisis, que la unanimidad de la crítica no debe ocultar que las posiciones respectivas de cada uno con relación al objeto de la crítica son distintas. Clarín, por ejemplo, aunque no pueda «en conciencia» llamarse católico, se sitúa, a partir de 1890, bastante cerca del catolicismo, mientras que Unamuno, después de 1900, está bastante lejos. En cuanto a Machado, está totalmente fuera y siempre a gran distancia. Todos son heterodoxos, ya que según la definición del diccionario de la Real Academia -definición que, todavía en 1986, coincide con la de Menéndez Pelayo- es heterodoxo «quien sustenta una doctrina no conforme con el dogma católico». Pero hay varios grados de heterodoxia, aunque los censores eclesiásticos en general no entran en matices, tanto más que para ellos siempre son más peligrosos los herejes que están en los umbrales que los que están fuera.

¿Qué es religiosidad? Se toma aquí la palabra en el estricto sentido que parecen atribuirle (como se verá) Clarín o Machado y que podríamos sintetizar así: atracción por la religión en general, con o sin adhesión a una religión positiva. Ahora bien, si María Moliner se atreve tímidamente a definir religiosidad como «cualidad de religioso», para la Academia, esta palabra no tiene otra significación que la tradicional, es decir: «práctica y esmero en cumplir las obligaciones religiosas». Es decir, que, al sentido vivo y activo de «inclinación religiosa» que ha tomado el vocablo se le niega carta de naturaleza. ¡Una manera como otra de excluir herejías!

Pues bien, si es bastante fácil analizar la posición crítica de los tres escritores respecto con el catolicismo, es mucho más complejo y mucho más delicado estudiar su pensamiento y su sentimiento religioso, o sea su religiosidad. Es que cada uno busca o reivindica, y es ya una característica común, una relación íntima con lo divino. Cada cual tiene su manera personal de vivir el propio problema, en el cual intervienen muchos factores (infancia, influencias, temperamento, etc.) que cuajan en el complejo que podríamos llamar personalidad. Sin embargo, es posible, también en este plano, deslindar una serie de denominadores comunes que son unas dimensiones básicas de la condición humana, a partir de los cuales se afirman concepciones, sentimientos o posturas más o menos particulares. Esos denominadores comunes son: la presencia del misterio, la muerte y el problema de la inmortalidad, la necesidad de trascendencia, la exigencia de dimensión cordial, la duda y la fe, la fe en la duda o la duda en la fe...

Esta primera aproximación es pues, más que otra cosa, una clarificación necesaria y una definición del alcance del estudio propuesto, es decir, repito, la búsqueda, en las obras de Clarín, Unamuno y Machado, de unas características comunes que definen una tendencia, por cierto heterodoxa, indudablemente minoritaria, pero que se impone con gran fuerza de autenticidad espiritual y humana.

Veamos primero cómo se afirma y cómo se manifiesta la crítica de la institución católica. Hay que notar que si el blanco es el mismo, las posturas son distintas. Clarín lucha durante toda su vida contra la Iglesia española porque le mueve -y se nota claramente después de 1890- la esperanza de que las cosas van a cambiar, de que esa Iglesia vacía de espiritualidad no puede seguir siendo lo que es. Unamuno critica de manera agria esa misma Iglesia, formula las mismas censuras que Clarín pero se le siente algo distanciado, sea por resignación, sea porque le interesa más su propio problema que la religión colectiva. En cuanto a Machado, formula sus críticas desde lejos, actúa como alguien que, siguiendo su camino, se interroga con indignación sobre el sentido de esta «amurallada / piedad, / erguida en este basurero» y contra la cual no puede sino invocar «los santos cañones de Von Kluck»3. Tendremos que preguntarnos ulteriormente hasta dónde es posible explicar esas diferencias de posturas. Pero la crítica objetiva, por decirlo así, es la misma.

Primero, todos observan que los españoles no son religiosos a pesar de la enorme presencia clerical en todos los sectores de la sociedad. Durante los veintiséis años de actuación pública en la prensa y también en la obra de creación, Clarín denuncia esa enorme impostura, esa enorme hipocresía -inconsciente, y es lo peor- que consiste en que la mayoría de los españoles se declaran católicos, siguen el rito, cumplen con religiosidad (como dice el diccionario), y sin embargo viven como ateos perfectos. Aparte algunas excepciones que alcanzan singular relieve, los hombres y las mujeres pintados en La Regenta, en Su único hijo, en varios cuentos, han perdido totalmente el sentido de la trascendencia.

De manera más episódica, lo mismo censura Machado unos veinte años después, al evocar estos «páramos espirituales» y al hablar del «alma desalmada de la raza»4. Emplea casi las mismas palabras que Clarín para caracterizar la mentalidad dominante de una ciudad de tercer orden, Baeza: «ciudad levítica» en la que «no hay un átomo de religiosidad»5. En cuanto a la población rural, está encanallada por la Iglesia y completamente huera6. En El dios Íbero denuncia el paganismo cerril y vengativo del hombre de los campos que se prosterna en el templo porque aguanta y porque teme, y que «insulta a Dios en los altares»7 En toda la obra de Unamuno -excepto en San Manuel Bueno, mártir (1933), que representa una curiosa voltereta, muy bien explicada por Sánchez Barbudo8- se observa, si no una denuncia, por lo menos un desprecio absoluto por la fe rutinaria y de pura costumbre que domina en el pueblo español. Y hay que recordar que, ya en 1874, Fernando de Castro se alzaba contra el culto fosilizado, más pagano que cristiano e incapaz de suscitar «el espíritu interior de vida religiosa»9.

La culpa de tal situación la tiene la Iglesia católica que, a los ojos de todos, es una enorme institución «de organización formidable pero espiritualmente huera», para decirlo con palabras de Machado10, palabras que parecen hacer eco a las de Clarín que, en 1899, denunciaba a esos sacerdotes medio funcionarios, a esos «míseros positivistas prácticos y vulgares apoderados de la cáscara vacía de una gran institución histórica»11. ¿Qué es La Regenta, además de otras muchas cosas, sino la pintura «por de dentro» de la organización clerical de Vetusta y del mezquino «espíritu covachuelista» que anima a «los santos varones del cuerpo»? Para Unamuno, Clarín, F. de Castro, y para otros muchos, como Galdós, la realidad mal llamada religiosa de España ofrece el mismo espectáculo desolador, que puede resumirse en palabras de Machado por: «vaticanismo de las clases altas» y «superstición milagrera del pueblo»12. La mayoría de los españoles resulta paganizada -la palabra es fuerte pero brota a menudo bajo la pluma de Clarín- por una Iglesia que quiere imponer su dominación en todos los sectores de la vida (la política, la enseñanza, la prensa...), que sigue invocando al totémico «Dios de los ejércitos», una Iglesia que pretende avasallar los espíritus y los corazones por imposición de una moral vacía y de pura fachada. En resumidas cuentas, se trata, para Fernando de Castro, de una Iglesia mundanal y política que no se cuida de que los hombres fuesen religiosos por su conversión «a Dios sino por su adhesión a un Papa» que además acaba de declararse infalible. Para Clarín, esa Iglesia no es más que una «abstracción», o sea algo que no permite la vida del alma. Más; es una ideología cristalizada, que sólo funciona para «mantener privilegios políticos y hasta económicos». A esa religión de «papel timbrado», de «librea y de congresos» no le interesa más que el culto: «la política no la mantiene sino para eso»13.

Se podrían multiplicar las cifras, profundizar y matizar el panorama, pero basta lo dicho para mostrar que hasta aquí nuestros tres autores podrían aparecer como reformadores que no pueden aceptar la situación y luchan para que cambien las cosas. Pero no se limitan a la denuncia, buscan las causas de lo que ven como lamentable petrificación de la vida religiosa del país, reflexionan, y entran entonces en franca herejía, pues llegan a poner en tela de juicio tanto el proceso histórico de la conquista terrenal emprendida por el catolicismo como la base dogmática de la institución.

La idea fundamental, repetida incesantemente por todos, es que la iglesia católica es una desviación histórica del cristianismo. La cita anterior de Clarín lo decía ya muy claramente: la Iglesia actual «no es más que la cáscara vacía de una gran institución histórica», ha olvidado «la vida, la sangre, la substancia de la verdadera religión»14. Fernando de Castro resume bien todo el proceso de institucionalización de esa religión: el catolicismo «revistió de forma externa al cristianismo, fijando el dogma, desenvolviendo el culto y ordenando la jerarquía y gobierno de la nueva Iglesia» y vino a ser una institución jerarquizada, con una organización calcada en las divisiones del Imperio Romano15. El mismo punto de vista se encuentra en Machado: «Sobre la mezcla híbrida de intelectualismo pagano y orgullo patricio erige Roma su baluarte contra el espíritu evangélico». Roma es un poder que ha tomado «del Cristo lo indispensable para defenderse de él»16.

A partir del momento en que la Iglesia se erigió en institución, puso todas sus fuerzas en el desarrollo de su poder, poder económico y poder moral; por eso (y para eso) estuvo siempre al servicio del orden. «No supo el gran Constantino -escribe Clarín- el mal que hizo cuando declaró al cristianismo religión de Estado. Fue como reunir los Evangelios, ponerles una carpeta, escribir encima "Expediente" y atar el legajo con un baduque»17. La religión -afirma Unamuno- se convirtió «a beneficio del orden social, en política, y de ahí el infierno»18 -lo mismo había dicho Leopoldo Alas, al escribir con humor que el infierno se había inventado «para los rojos»19-. No debe extrañar, pues, dicen Clarín y Unamuno, que los políticos y los nacionalistas se hayan apoderado de Cristo y hayan fabricado símbolos con fines que nada tienen que ver con el cristianismo. Las cruzadas fueron empresas «político-eclesiásticas» y no otra cosa; «el Cristo no enseñó que se tomase nada, ni su sepulcro, por la espada ni que se tratase de convertir a los infieles a cristazo limpio». En cuanto al Apóstol Santiago, sigue diciendo Unamuno, «es un símbolo fabricado por el nacional catolicismo español»20. ¡Cuántas veces denuncia Clarín en la prensa a ese catolicismo nacional que santificó, y sigue santificando en nombre de Dios, abusos, injusticias, matanzas! Durante la guerra de Cuba, se alza con indignación contra esos obispos que «predican el exterminio del prójimo y se alegran de las matanzas»21. En 1899, siguiendo tal vez a Renan a quien tanto admira, exclama: «¡Qué cosa más opuesta [...] al fondo real y perenne del cristianismo [...] que esa pretensión absurda del nacionalismo religioso, que quiere imponer creencias a los individuos en nombre del Estado!»22.

Es inútil insistir. Se ve claramente que la crítica es constante y sin concesión, y las poca citas dadas bastan para afirmar que los tres escritores comparten la opinión de F. de Castro: «El catolicismo es un falseamiento del Evangelio, una flagrante contradicción de todas sus doctrinas»23.

Por lo que hace a los dogmas, se nota que suscitan bastante poco interés en nuestros tres autores que, como se deduce de lo dicho, tienen ante todo una posición antidogmática. Hay pocas alusiones a ellos en la obra de Machado: al parecer, para él, este aspecto del catolicismo no merece atención particular pues los dogmas van en contra del buen sentido, y punto final. A Clarín, la cuestión le preocupa, pero es para impugnar esas irrisorias e ingenuas invenciones humanas que en ningún caso considera como palabra revelada. En Su único hijo, hace decir al protagonista -como si éste hubiera leído a Renan- que en la Biblia hay cosas que no se pueden tragar, como «el pecado que [pasa] de padre a hijo» o aquel «Josué parando el sol... en vez de parar la tierra». En un artículo se burla del Purgatorio, en otros del infierno, en muchos evoca la cuestión para él tan preocupante y no resuelta de la divinidad de Cristo. El problema de Jesús es tan importante para los tres que merece estudio aparte; basta decir, por ahora, que para todos Jesús es el hombre, que se hizo Dios y no Dios que se hizo hombre, o como dice F. de Castro «es el hombre que mejor ha comprendido a Dios por el camino de la fe y de la vida religiosa»24.

Para Unamuno, los dogmas son como postulados a partir de los cuales los teólogos de todos los tiempos han emprendido una racionalización de la fe para «apoyar hasta donde fuese posible racionalmente los dogmas [...]. Tal es el tomismo». Hasta tal punto que -y es el argumento predilecto del antirracionalismo unamuniano- el catolicismo es una desviación racional de la fe. «Así se fraguó la teología escolástica [...]. La escolástica, magnífica catedral con todos los problemas de mecánica arquitectónica resueltos por los siglos, pero catedral de adobes, llevó poco a poco a eso que llaman teología natural y no es sino cristianismo despotencializado»25.

La crítica no puede ser más completa y no puede sorprender que para los partidarios de la ortodoxia católica, Clarín, Unamuno y Machado sean peligrosos herejes o ateos puros. Y es verdad que a partir de cierto momento a Clarín y a Unamuno no les queda nada de la fe ingenua de la infancia, de la fe de la madre, a no ser una nostalgia, no se sabe si de la fe o del sueño de la infancia, que en los dos permanece viva. El recuerdo de la religión de la madre podría explicar que Clarín al final de su vida, aunque fuerte y amargamente crítico con el catolicismo, tenga esperanza en el advenimiento de un «espíritu nuevo» que restituiría a la petrificada Iglesia la pureza y la fuerza viva del Evangelio. En cuanto a Unamuno, varios críticos han querido explicar que la fe perdida de la infancia y nunca recobrada era una patética fuente de desesperación. Sea lo que fuere, la perduración y la influencia del recuerdo de la infancia durante toda la vida, Unamuno la resume bien en la frase siguiente: «Nuestros primeros años tiñen con la luz de sus olvidados recuerdos toda nuestra vida, recuerdos que aun olvidados siguen verificándose desde los soterraños de nuestro espíritu»26. No parece que Machado hubiese recibido de su familia una educación marcadamente católica; y tal vez eso explicaría su sereno y permanente alejamiento de cualquier religión positiva.

Pero sea cual sea, para cada uno, la manera de vivir el problema, la crítica de los tres es, como hemos visto, esencialmente idéntica. Para ellos, el catolicismo es una religión muerta que ha perdido la savia de la verdadera religión, es una desviación del cristianismo. Efectivamente, en contrapunto con la crítica negativa de la Iglesia surge en todos la exaltación del cristianismo primitivo.

Es vuelta a Jesús que, hay que decirlo, aparece como la poetización de una edad de oro espiritual y humana, es muy fecunda, ya que en el Evangelio todos encuentran valores esenciales en los que puedan fundamentar una fe en el hombre y, desde luego, una esperanza en un futuro en el que hubiera armonía humana y espiritual entre lo individual y lo colectivo. Esa, en cierto modo, teología -que bien se puede emplear la palabra a falta de otra-, esa generosa teología cordial asoma en Clarín, pero es Machado quien le da forma más coherente y más... sentida. No olvidemos que los dos fueron discípulos de Giner (a quien llaman «queridísimo maestro») cuya metafísica está fundada en la necesidad de un vínculo natural (no dogmático) entre el hombre y Dios, vínculo que precisamente debe permitir el acercamiento progresivo del hombre a la perfección divina. Es lícito pensar que la filosofía cristiana del porvenir o sea la fraternidad, cristiana del porvenir, en la que cree Machado, tiene su punto de partida en la concepción gineriana. «El corazón del hombre -escribe Machado en 1922-, nos dice el Cristo, con su ansia de inmortalidad, con su anhelo de perfección moral, con su sed de amor nunca saciada, tiene ante sí también un camino infinito hacia la suprema inasequible perfección del Padre»27. Esa concepción altruista y fraternal del prójimo, esa fe en los valores cordiales, concepción y fe que alcanzan tanta fuerza en Machado y también, en cierto modo en Clarín, no son, sino episódica y retóricamente, el polo vivo de la preocupación de Unamuno. En él, la hipertrofia de un yo que quiere serlo todo («Quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles...»)28 no puede darle la serena humildad absolutamente necesaria para la percepción en simpatía del prójimo, del otro. A Unamuno le interesa menos la fraternidad que el deseo, para él vital, de construir su propia leyenda para eternizarse en la memoria de los hombres. El documentado y perspicaz análisis de Sánchez Barbudo es sobre este punto particularmente pertinente. Sin embargo, aparece de vez en cuando en la obra de Unamuno la idea de que la religión es porvenir y que Dios se debe incesantemente conquistar. Para la religión, escribe, «no hay más que porvenir [...]. El que cree haber llegado a Dios es que se ha pasado de él»29. Pero la cita no permite saber con claridad si esa conquista de Dios es meramente individual o si se inscribe en el devenir de la humanidad.

Bien asentados estos imprescindibles matices entre los tres escritores, es oportuno examinar brevemente cómo se presenta para ellos ese poético primitivismo cristiano, nostálgicamente consolador y fuente (¿romántica?) de esperanza, conviene repetir que, para los tres, Jesús no es el hijo de Dios, es a lo más, el hombre que se hace Dios. Como dice Clarín, que sigue a Renan también sobre este punto, la personalidad y la voz de Jesús son «algo único en la historia»30. Para los tres, Jesús es el supremo héroe (según el sentido que Carlyle da a la palabra), el verdadero fundador de esperanza, esperanza humana y también divina, ya que abre el camino hacia Dios.

Clarín opone a menudo, después de 1890, la pureza primigenia del cristianismo al catolicismo huero de espiritualidad. Para no alargar demasiado, valga sólo una cita, muy significativa, por cierto: «Yo pienso que cualquier alma serena y bien sentida, que, sin fanatismo positivo o negativo (sic), se acerque a la figura de Jesús y medite en la misteriosa influencia de su personalidad y de su ejemplo y doctrina sobre la sociedad y sobre el individuo, no podrá menos de reconocer allí, sin salir de lo natural, una misteriosa y singular exaltación de la conciencia humana a la comunicación con lo ideal»31. Desde otro punto de vista, en cierto modo el de la fe en el futuro, es también significativa la ficción que desarrolla el final de Apolo en Pafos: San Pablo emprende el mismo recorrido que hace dos mil años para hacer de nuevo el cristianismo, pues ya sabe que «el mundo ha sido cristiano, pero de mala manera». El nuevo cristianismo, el verdadero, el del Evangelio, «será de amor y tolerancia»32.

Sabemos que, después de 1890, la preocupación espiritual es esencial para Clarín, pero su religiosidad, libre de trabas dogmáticas, sólo reconoce principios superiores, como la caridad, la tolerancia, el amor al prójimo..., sentidos y vividos, según el ejemplo de Cristo, en su dimensión trascendente. El amor a los demás es ante todo tolerancia. Por eso (y es tan solo un ejemplo) considera que, a pesar del abismo que le separa del marxismo, es «casi un ideal» para él «departir con los obreros socialistas» para intentar comprenderlos, pero también para «atraerlos al aspecto moral y religioso de la cuestión social»33, para que un día «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una Idea»34. Estas ideas de Clarín, de clara filiación gineriana, prefiguran, ya en 1890, la profunda concepción de la fraternidad que Machado desarrollará a partir de 1920 y hasta su muerte.

Unamuno se exalta a menudo al evocar lo que, para él, era la fe en tiempos de Jesús: entonces era la verdadera fe, «fe religiosa más que teologal, fe pura, libre de dogmas [...]. Allí apenas había nacido la distinción entre ortodoxos y herejes, o más bien era ortodoxa la herejía»35. Quien soñó un día hermanar al cristianismo con el marxismo, poetiza casi líricamente el libro de los Hechos de los Apóstoles: Los primitivos cristianos eran comunistas «que ningún necesitado había entre ellos; porque todos los que poseían heredades o casas, vendiéndolas, traían el precio de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles y era repartido a cada uno»36. Sin embargo, hay que decir que después de 1919, poco le interesa, en el fondo, la dimensión colectiva de la espiritualidad («Cada hombre vale más que la humanidad entera»)37.

Como hemos anunciado ya, el que ahonda más en el tema de la fraternidad cristiana es Antonio Machado, por razones históricas, pero también porque él era un hombre «en el buen sentido de la palabra, bueno»38. En el poema La saeta, afirma que su Jesús «es el que anduvo en el mar», abriendo camino y no el Jesús del madero fijado por el dogma:

No puedo cantar, ni quiero

a ese Jesús del madero

sino al que anduvo en el mar39.

Para Machado, la vuelta a Cristo parece una necesidad para dar trascendencia a su generosa y entrañable concepción de la fraternidad, en una época orientada hacia la búsqueda de valores colectivos que suplanten y trasciendan al individualismo liberal. Es de notar que F. de Castro, ya en 1874, había recordado a sus contemporáneos que le condenaban por hereje que Jesucristo «proclamó el dogma de la igualdad moral entre los hombres, y de la fraternidad por el amor»40. Pero Machado va más lejos. En el artículo significativamente titulado «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia», escribe que es necesario creer que «existe una realidad espiritual trascendente a las almas individuales, en la cual éstas pudieran comulgar»41. Ahora bien, el Evangelio es «la honda revelación del amor fraterno y la comunión cordial y el reconocimiento de un padre común, supremo garantizador de la hermandad humana»42. El amor fraternal, de origen cristiano, es pues la mejor base espiritual para la convivencia humana; pero, al mismo tiempo, saca al individuo de su soledad (y de su egoísmo por no decir de su egotismo): «El amor fraternal nos saca de nuestra soledad y nos lleva a Dios»43. Si tuviera disposiciones para la militancia, Machado no estaría lejos de la concepción del socialismo evangélico tal como la definía, por ejemplo, el generoso e idealista Timoteo Orbe44. Pero su posición es ante todo filosófica, como revelan sus apócrifos Abel Martín y Mairena, y sus teorías sobre el otro, lo otro y la heterogeneidad del ser. Indudablemente se siente más atraído, por lo menos antes de 1936, por el misticismo cristiano «de combate íntimo, activo, dinámico»45 de Tolstoi que por Carlos Marx cuya visión profética es, dice, «esencialmente mosaica»46.

A estas alturas, estamos muy lejos de la ortodoxia católica, y sin embargo se deduce de nuestro análisis necesariamente simplificado que en Clarín, Unamuno y Machado dominan unos valores espirituales que, evidentemente, cada uno vive de manera propia en función de su sensibilidad y de tendencias temperamentales o circunstanciales. También parece lícito ver que definen o ilustran una corriente espiritual, muy heterogénea por lo dicho antes, que se desarrolla al margen y en contra del catolicismo, una corriente que por los años 1960 aflorará muy tímidamente, en el seno mismo de la institución, en el Vaticano II. Esta muy compleja cuestión requeriría mucha reflexión y mucha prudencia...

Mucho más delicado es el problema de la íntima «religiosidad» de cada uno. Tan delicado que ha dado lugar a tesis radicalmente opuestas, particularmente en el caso de Unamuno y Machado. El problema capital que hay que examinar ante todo es el de Dios: ¿Existe Dios fuera del hombre o sólo hay la nada? ¿Es Dios creación del hombre, mero deseo del corazón o mera exigencia de la razón? Nuestros tres autores tienen el gran mérito de plantearse estas graves preguntas y cada cual intenta darles la respuesta que, en conciencia, en razón o en corazón, y con muchas vacilaciones, le parece más apropiada. Y es de observar que a varios de los muchos comentaristas de la obra de Unamuno y de Machado les ha faltado flexibilidad comprensiva al enjuiciar la posición de uno y otro. Es obvio que no nos ayudan- mucho juicios como el de Romero Flores, para quien Unamuno sería «uno de los casos de más honda fe de toda la cristiandad»47 o el de Julián Marías que afirma que no se debe tomar en serio la verbal irreverencia de muchos dogmas de que hace muestra el rector de Salamanca, «pues vive de hecho en el ámbito espiritual del catolicismo» y tiene «una peculiar confianza en Dios»48. Tampoco es aceptable la posición opuesta de quienes concluyen (o proclaman) que Unamuno y Machado eran ateos. Estos críticos y otros enfocan el problema a partir de las personales respuestas que dan a las preguntas anteriores.

Sánchez Barbudo es, a mi modo de ver, quien ha comprendido mejor la personalidad, y desde luego, la obra de Unamuno. (Porque el aspecto más apasionante de dicha obra es tal vez el personaje de Unamuno, presente de modo directo o disfrazado en cada página). Por encima de las evoluciones, retrocesos, contradicciones, confesiones,... que constituyen la vida aparente de este autor, es indudable que perdura siempre en él el afán de gloria, el erostratismo, como dice Sánchez Barbudo. Una frase, elegida entre varias, de este crítico excusará más amplias explicaciones: «Toda esa mezcla oscura, romántica, de egotismo y exhibicionismo, pero también de verdadera soledad y verdadera ansia de Dios, es lo que formaba la compleja personalidad de Unamuno»49.

Sin embargo, parece que Sánchez Barbudo enfoca el problema desde un punto de vista demasiado estricto -que no quiere decir ortodoxo-. Para él, dudar no es creer y el Dios del corazón es sólo Dios inmanente, no Dios objetivo. A partir de tales afirmaciones, es lógico concluir que «Unamuno en el fondo no creía»50, y que Machado «creía sobre todo en la nada»51, y su Dios era «sólo inmanente lo cual equivale a la negación del verdadero Dios»52. Pero ¿qué es el verdadero Dios? ¿Quién ha visto al verdadero Dios? ¿Por qué el Dios del corazón y hasta el ansia de Dios tan viva en Unamuno, Machado y Clarín, no serían una manera auténticamente humana de «prosternarse» ante lo divino -la expresión es de Clarín- o mejor ante el misterio? Para quienes han salido definitivamente de la conformista cuadrícula de los dogmas ¿habrá búsqueda más auténticamente religiosa que la que resume lírica y humanamente Machado en los siguientes versos?:

El Dios que todos llevamos,

el Dios que todos hacemos,

el Dios que todos buscamos

y que nunca encontraremos.

Tres Dioses o tres personas

del solo Dios verdadero53.

Inútil decir que este Dios omnipresente en el corazón de Unamuno, Machado o Clarín (el caso de éste es un poco diferente), pero totalmente inasible, no es el Dios «objetivo» labrado a fuerza de dogmas por cualquier religión positiva. En uno de los aforismos de la serie «Cavilaciones», dice Clarín: «Fe es creer lo que no vimos. Está bien. Pero muchos añaden: como si lo hubiéramos visto. Este es el error de la fe»54. Esas religiones positivas son arquitecturas quebradizas, ya que para adherirse a ellas la fe, ciega o racional, es necesaria. Y puesto que todo es fe, es tan lícita la fe en un Dios inmanente (aun cuando éste no proporcione una absoluta certidumbre de inmortalidad) como otra cualquiera. (Por lo que a mí hace, no quiero probar nada, no me hallo implicado en el debate abierto, tan sólo quiero hacer resaltar la honda autenticidad humana y espiritual de quienes como Machado proclaman que «cabe esperanza, hay que dudar en fe»).

Clarín, Unamuno y Machado tienen una aguda conciencia del misterio y ésta es el punto de partida de una adulta búsqueda espiritual y religiosa. Clarín no parece dudar nunca de la presencia (existencia es otra cosa) de Dios que se impone a él como exigencia racional55 y sobre todo como necesidad cordial. Pero nunca se atreve a «pintar a Dios» ya que «el figurarse cómo es Dios sirve para algo. Para saber que de fijo no es como uno se figura»56 y sobre todo porque «el espíritu religioso es una tendencia ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una digna postura, la postración ante el misterio sagrado y poético; no es como creen muchos, ante todo una solución concreta, cerrada, exclusiva»57.

La religión de Unamuno, según confiesa en 1907, «es luchar incesante e incansablemente con el misterio: mi religión es luchar con Dios»; y añade que no se atiende «a dogmas especiales de esta o de aquella confesión cristiana»58. En cuanto a Machado, declara en 1922 que no se puede olvidar «esa tercera dimensión del alma humana: el fondo religioso de la vida, el sentimiento trágico de ella»59. Es de observar que en su obra poética son relativamente escasas las alusiones a lo divino y cuando se formulan, expresan siempre líricamente «duda en fe», pero toda su poesía parece hundir sus raíces en un más allá, en un como misterio que tiñe las cosas, el paisaje, etc., de espiritualidad difusa. Además, querer eternizar el tiempo en el poema ¿no es luchar con el misterio?

Esta fundamental y aguda conciencia del misterio explica en los tres escritores otra característica común: la idea de la insuficiencia de la razón para acercarse al conocimiento de las profundas realidades. Correlativamente, atribuyen un valor muy relativo a la ciencia y no pueden comprender la actitud de quienes afirman única y deliberadamente su fe en la razón, en los hechos, en la materia y se cierran los ojos ante lo inasequible a la razón. El desprecio constante por los positivistas y por los materialistas es ya revelador de la idea que los tres escritores tienen formada de la realidad, idea que Clarín sintetiza en la fórmula (que, al parecer toma de Carlyle): «la realidad es, pero es misteriosa». Se nota, sin embargo, que cada uno tiene su peculiar manera de expresar su posición, hasta tal punto que se podría pensar que hay divergencias entre ellos. Pero las diferencias son más de forma, o mejor de tono, que de fondo.

Para Unamuno las ideas no son el hombre, es decir, que el hombre profundo, el hombre verdadero, nada tiene que ver con las ideas. La ideocracia conduce a aberraciones como, por ejemplo (y es un ejemplo que viene bien al caso), la creación del «Dios racional» que es una construcción doctrinal realizada por el hombre no hombre: «El Dios racional es la proyección al infinito de fuera del hombre por definición, es decir, del hombre abstracto, el hombre no hombre»60. Al contrario: «El Dios sentimental o volitivo es la proyección al infinito de dentro del hombre por vida, del hombre concreto de carne y hueso»61. La obra ensayística de Unamuno, desde 1897 hasta su muerte, está llena de invectivas contra la razón, la ciencia, los racionalistas. Lo infinito -escribe en 1908- «como un mar sin orilla se extiende más allá del mezquino campo de la ciencia»62. Como ejemplo de desprecio por los racionalistas he aquí una cita elegida entre varias: «Los racionalistas que no caen en la rabia antiteológica se empeñan en convencer al hombre que hay motivos para vivir y hay consuelo de haber nacido, aunque haya de llegar un tiempo [...] en que toda conciencia humana haya desaparecido. Y estos motivos de vivir y obrar, esto que algunos llaman humanismo, son la maravilla de la oquedad afectiva y emocional del racionalismo y de su estupenda hipocresía»63.

Estos juicios rotundos (con otros muchos que se podrían citar) del «gran sembrador de inquietudes» que quiso ser el Rector de Salamanca, estriban en un desprecio a las ideas, en una ideofobia que tiene a menudo fuertes visos de retórica. Porque, ¿qué es, en fin de cuentas, toda la obra ensayística de Unamuno sino un fecundo producto de la razón raciocinante? Y, en última instancia, ese antirracionalismo tan altamente proclamado, ¿no es expresión del desesperado afán de un yo que se siente prisionero en los límites de la razón y aspira a llenarlo todo? (Recordar la cita dada más arriba: «Quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles...»).

Machado comparte la posición de Unamuno sobre la insuficiencia de la razón y el carácter relativo de la ciencia, pero es mucho más parco en sus juicios. A lo más, encontramos algunas opiniones, un tanto despectivas, sobre el pretendido mundo objetivo de la ciencia que es «mundo de objetos descoloridos, descualificados, producto del trabajo de desubjetivación del pensamiento» y que «no tiene de objetivo sino la pretensión de serlo»64. Se deduce del conjunto de su obra que si la razón y la lógica no permiten acercarse al misterio, a la poesía de las cosas, son, sin embargo necesarias para dar estructura al sentir o a las intuiciones. «No es la lógica lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica»65. O sea que, desde otro punto de vista, la razón permite la comunicación, pero la comunión es cosa del corazón.

La posición de Clarín es muy clara y aflora en varios artículos y en algunos cuentos. Para él, la ciencia es buena, porque contribuye al progreso de la humanidad, pero no se le debe pedir lo que no puede dar. No puede acercarse al conocimiento absoluto, a lo más permite establecer la geometría de las cosas. En el cuento simbólico El gallo de Sócrates66, el gallo se burla de los falsos sabios que pretenden demostrarlo todo: «El que demuestra toda la vida la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas sin la sustancia de nada». Desde luego, el que quiere verdaderamente aproximarse a la verdad, al misterio, tiene que buscar un medio de conocimiento que, más allá de la razón, permita mirar por dentro, sentir, amar...

Todo lo que precede permite concluir que los tres escritores no tienen certidumbres absolutas, y no proponen soluciones cerradas; todo su pensar y todo su sentir arranca de la duda, nadie más alejado que ellos de cualquier sistema definitivo, de cualquier ortodoxia.

Numerosos estudios se han dedicado a la duda de Unamuno, a su «creer creer» o a su «querer creer» exacerbado que le lleva a vivir su problema como una tragedia, contra la cual se rebela, en actitud «energuménica». Luchar con Dios, o mejor con el misterio personificado en Dios, es la única manera, según él, que tiene el hombre para afirmarse en su esencia, pues la esencia del hombre es «el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir»67. Esta lucha con la duda, lucha que la crítica unánime califica de agónica, es fuente de su poesía y de gran parte de su obra en prosa, hasta tal punto que se pudo decir que Unamuno hacía «literatura de su dolor»68, tildándole así de insinceridad. -Sánchez Barbudo habla del «castillo pirotécnico de sus dudas»69-. Es indudable que el deseo de ganar fama, de eternizarse en la memoria de los hombres, le lleva a tomar en sus escritos posturas forzadas, exageradas y contradictorias. Es indudable también que el veneno de su alma, como escribe José María Valverde, es el exceso de su yo y el anhelo de «autoposesión egolátrica»70. Pero no es menos cierto que en ese yo hipertrofiado hay «verdadera soledad y verdadera ansia de Dios», así lo reconoce el mismo Sánchez Barbudo71.

Para Clarín y Machado, y también para Unamuno72-, dudar no es negar. Al contrario. Dudar es buscar. Clarín niega la cualidad de filósofos a los que sólo tienen certidumbres: «No hay verdaderos filósofos sino los que buscan la verdad y desde luego los que dudan»73. Los que «tienen una opinión como una bandera» son «de la arcilla de que se hacen los arzobispos, los papas y los buenos positivistas»74.

Para Machado, Unamuno y Clarín, sólo la duda es fecunda, porque abre interrogaciones, incesantemente, y porque permite sentir la dolorosa poesía de lo infinito inalcanzable. «Dudar en fe»75, trabajar, cada cual a su modo, «en la obra seria de sondear lo insondable»76 es, para los tres, la única manera auténticamente humana de asomarse al «misterio sagrado y poético». Ante tal concepción, hondamente vivida de lo religioso, ante tal religiosidad (si aceptamos el sentido que ellos mismos dan al vocablo), la palabra heterodoxia no tiene ya gran significación.

[Carta de Teresa de la Parra a don Miguel de Unamuno, julio de 1925]1

Teresa de la Parra

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A don Miguel de Unamuno

Es a usted, mi estimado amigo y maestro, a quien debo, más que a nadie, la satisfacción íntima y serena, depurada de toda vanidad, de haber escrito un libro.

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Cuando lo conocí y le dediqué mi novela en el almuerzo literario de hace algunas semanas, pensé que no iba usted a leer ni una de sus 520 páginas. Es verdad que con acento austero y patriarcal de abuelo vasco, había demostrado interesarse muy vivamente por su raza española de más allá del mar. Habló de ella con pasión, como si hablara de su propia ascendencia, «verdadera resurrección de la carne» explicó usted. Pero también es cierto que luego, con el mismo acento austero de abuelo vasco, y con aire además muy despectivo, habló de las personas superficiales, de las mujeres cuya única ocupación es el vestir, y de todos aquellos que confunden lamentablemente el modernismo o moda con la verdadera elegancia: la escultórica, la que reside en el ademán y en el esqueleto, como la del Esopo de Velásquez en sus harapos, o como la de Ulises al presentarse desnudo ante Nausícaa. Deduje que mal podía encontrar gracia ante sus ojos una novela, cuyo órgano directo de expresión, como el teclado en un piano, era casi todo el tiempo la preocupación de la elegancia, no la escultórica, sino la otra, la de la equivocación lamentable, la del modernismo o moda. Y me fui convencida de que novela y autora habían de parecerles igualmente triviales e indignas de atención.

Grandísima fue mi sorpresa el otro día, cuando al entrar en un recinto oí que hablaba usted de Ifigenia ante numeroso auditorio: ¡Ya estaba leído! ¡Y con lujo de pormenores anotado! La analizaba usted detalle por detalle, sin entusiasmos ni elogios, sino con esa paciente curiosidad con que examina el naturalista un insecto del campo o la flor silvestre que por primera vez ha llamado su atención. Mi presencia no alteró ni un ápice el hilo de su conversación, y siguió detallando el libro como si entre la autora y la recién llegada no existiese el menor lazo común. Yo sentí al instante el milagro del desdoblamiento, me hice también auditorio, y por primera vez, encantada, libre de censura y de elogios directos, sin asomos de vanidad, tuve la sensación noble y reconfortante de «haber escrito».

Quiero darle las gracias por el milagro de desdoblamiento, quiero dárselas por el juicio escrito, pero quiero dárselas sobre todo por estas 4 páginas que recibí anteayer, apretadas notas, hechas con lápiz al calor de la lectura. ¡Cuántas son y qué llenas están de vida!

Los elogios son sobrios, sólo dicen indicando página y párrafo «Bien», «Muy bien» y algunas veces «¡Muy bien!», sin dar razones lo cual es una forma de generosidad, porque mi imaginación puede elegir lo que más le agrade, ¡y en ratos de fecundo optimismo, forjarlas y elegirlas todas!

Las objeciones son mucho menos lacónicas. Como algunas de ellas terminan en un punto de interrogación, me persiguen sin cesar con su voz de pregunta. Yo quisiera acallarlas, pero ellas no se avienen al silencio. Necesito pues contestar algunas de las que tengan a mi entender contestación, o sea defensa, porque hay otras, lo confieso, que al igual de la Esfinge, ¡se quedarán interrogando eternamente!

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Copio pues las escogidas, bajo el párrafo aludido, y con el número correspondiente de la página tal cual usted lo ha hecho, voy contestando:

Pág. 52 y 53... «tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís»... Yo no creo que la piedad de Gregoria fuese precisamente franciscana, ¿o es que se refiere usted entonces a ese San Francisco elegantizado por una leyenda turbia? Me es difícil saber cuál es mi San Francisco, don Miguel ¡he visto pasar tantos! Al primero lo recuerdo entre las nieblas sonrosadas y confusas de mi primera infancia, cuando aún no sabía leer. Lo conocí en una oleografía presidiendo la hospitalidad de cierta casa amiga, sobre el portón cerrado del zaguán o vestíbulo, tal cual acostumbraba hacerse allá en Caracas. Era como el portero complaciente y mudo de aquella casa. Yo solía contemplarlo a mi sabor mientras venían a abrir. Lo representaba la oleografía, abrazando al Crucificado, con los estigmas que despedían cinco rayos y el globo del mundo bajo sus pies. Este primer San Francisco portero, si bien me entretuvo a ratos, no encendió jamás mi cariño ni mi admiración. Tal vez porque mis ojos recién abiertos a la vida juzgaban a las personas según las apariencias, y aquel pobre capuchino de sandalias y cerquillo, tan semejante a cualquier contemporáneo, tan inferior al dulce Crucificado, no podía evocar el prestigio del pasado ni el esplendor augusto del cielo. Desde entonces, han seguido desfilando ante mi vista diversos San Franciscos, en cuadros, esculturas, sermones y versos decadentes, hasta conocerlo por fin, descrito por Jörgensen y por la Pardo Bazán. Estos dos autores despertaron definitivamente mi admiración y mi ternura por el santo tal cual si le hubiera visto en su dulce andar sobre la tierra hablando y sonriendo. ¿Será éste por fin el verdadero?... Confieso que no he leído aún el San Francisco de Sabatier y que no conozco el texto entero de «Las Florecillas». En todo caso, el San Francisco a que aludo en mi novela es aquel suave y descalzo hermano de todo cuanto existe; el que llegó a cantar a «la hermana muerte», el que a fuerza de amar toda pobreza, amó en el Hermano Junípero la miseria fragante de su inteligencia, y el que de haber conocido a mi vieja lavandera, pobre, negra y fea, en vista de la humildad alegre de su espíritu, no hubiese titubeado en llamarla también: «Hermana Gregoria».

Pág. 111... «abuso y soberbia de la inteligencia...» ¿Y qué me dice usted del abuso y soberbia de la tontería?

Pero es que «Tío Pancho» no parangona aquí la inteligencia con la tontería, sino que la parangona con las luces naturales del instinto a los que juzga superiores y mucho más amables. Yo considero que la tontería no es ininteligencia, sino debilidad de inteligencia, con desorden comunicativo en las ideas y gran facilidad de palabra para manifestarlo. Me parece como usted que el tonto es con frecuencia más funesto que el torpe, y creo que ambos son más incómodos que el bruto con lo cual vuelvo a caer en las mismas ideas que expresaba Tío Pancho.

Pág. 113... «La gran armonía del Universo basada en la resignación —562→ completa de las víctimas...» ¿Y esa resignación no es a veces el divino desprecio hacia el tirano?

-¡Cierto! Yo también pienso que en toda resignación y en todo sacrificio hay un divino desprecio hacia alguien o hacia algo, un divino desprecio inactivo, que no pide venganza ni espera justicia, y que duerme tranquilo con el dulce sueño de la serenidad.

Pág. 47 «...Las monjas acaban por olvidarse de sí mismas a fuerza de no mirarse (bella expresión) en los espejos...» Como uno se olvida de sí mismo, Teresa, desdoblándose y vaciándose, es a fuerza de mirarse en el espejo. ¿El espejo nos da acaso nuestro fondo?

-No. Pero recuerdo que María Eugenia Alonso no hablaba aquí del alma. Hablaba del rostro de la apariencia exterior. Era la belleza física de su amiga Mercedes Galindo, a la que ella aludía. Y de ésa, con sus caprichosas alternativas y dolorosas decadencias, sólo nos habla el espejo, o las espontáneas manifestaciones ajenas que también vienen de otro espejo: los ojos.

Pág. 149. «...la mentira, dulce hermana de paz...» ¿La verdad, entonces, hermana de la guerra?

-¡Sí; sí; yo creo mil veces que sí, aunque usted no lo apruebe! Perdóneme esta insubordinación agravada y aparente cinismo. Pero los que tenemos el espíritu orientado hacia la verdad, no tanto por virtud, como por un natural indolente, distraído o falto de imaginación, conocemos las amarguras de guerras encendidas, por verdades imprudentes que podíamos muy bien haber dejado dormir en la penumbra. Esto desde el punto de vista de egoísmo o conveniencia. Desde otro punto de vista, el de la piedad y altruismo, considero que la verdad, desencadenada en nuestra boca, puede producir heridas tan dolorosas, crueles e inútiles como las que producen fusiles y cañones en tiempo de guerra. Creo en suma, que si al conocimiento de la verdad debemos algunos instantes de exaltada satisfacción, es el de su perpetua ignorancia quien nos concede en cambio el feliz aprecio de nosotros mismos y la cordial consecuencia que de ello resulta: estar siempre de acuerdo con nuestra propia persona y con todas aquellas otras que acompañándonos en la vida nos la siembran de flores, porque también aprendieron a venerar, discreta y bondadosamente, dicha afable ignorancia.

Pág. 259... «¿Por qué no publica usted más versos?»

-Porque sólo he hecho en toda mi vida, a costa de mucho esfuerzo, dos o tres poesías que juzgo bastante mediocres. Yo creo que en el fondo de casi toda poesía lírica, hay un impudor de alma que se desnuda, y el impudor necesita gran pureza de forma, a fin de no exponerse a ser reprochable o a ser cómico.

Pág... «...el único objeto de la fe es la esperanza... La aparente irreligiosidad de la pobre señorita que escribió porque se fastidiaba, es una forma de religiosidad y nada me extrañaría que María Eugenia Alonso acabara en devota, ya que no en mística, y mucho menos en asceta. Su verdadera —563→ tragedia está expresada allí, en su sed de inmortalidad, si no en el sentido católico y judaico, en el otro en que ya le he hablado: el helénico y platónico. ¿Es por eso por lo que escribió y no por fastidio? ¿Por qué no escribió usted «hastío» que es más castellano y más enérgico?

-El título primitivo de mi novela era: Ifigenia, y como subtítulo: «Diario de una señorita que se aburre». Antes de terminar el libro, se publicaron unos fragmentos encabezados tan sólo con el subtítulo. Debía anunciarse la aparición de los fragmentos, y para ello, antes de remitir mi manuscrito, di el título de viva voz para el anuncio. Publicaron por error: que «se fastidia» en lugar de que «se aburre», y yo no corregí, en parte por inercia o acuerdo con lo va establecido, en parte también porque la substitución me advertía que si la palabra «fastidio» era menos precisa, resultaba en cambio más espontánea o natural dentro del léxico venezolano. La acepté pues como un venezolanismo, y corregí el libro de acuerdo con el nuevo título. No creía entonces que mi novela fuese más allá de Venezuela. Pero estoy muy de acuerdo con usted: en español de España, en castellano, la palabra «fastidio» que tiene otras acepciones no expresa de una manera precisa la idea del hastío. Muchísimo me complace el comprobar que prescindiendo de tantas otras, es ésta la única objeción que me hace usted, en cuanto a léxico ¡ésta misma que mi oído me advirtió muy a tiempo! Y digo mi oído, don Miguel, porque es en él donde la analogía, la sintaxis, la retórica, el diccionario de galicismos, y aun el de la Academia, han tejido al azar su caprichoso nido, sin colaboración ninguna de mi parte, tal cual las aves del cielo y como Dios les ha dado a entender. Desde allí promulgan leyes que yo no me esfuerzo en recopilar: y que un travieso espíritu tan propicio a las artes como rebelde a las ciencias me obliga de continuo a obedecer. Yo escucho atolondradamente sus locas insinuaciones, con ellas por todo bagaje me voy a escribir y me consuelo de tal pobreza pensando que esa agradable virtud la de humillar así la inteligencia, que su soberbia puede expiarse con terrible pena de pedantería, y es servidumbre caer bajo su dictadura, ya que nunca fue ella, sino nuestra madre la necesidad y nuestro buen hermano el uso, los autores de toda gracia y toda naturalidad...

...«Y ahora un consejo: no se preocupe de lo que digan, ni dejen de decir de su libro; recójase en sí; tire el espejo, Teresa...» -¡Recogerse en sí! No sabe qué de acuerdo estoy con ese paternal consejo, que me he dado a mí misma tantas veces, sin obtener como resultado sino la tristeza, el remordimiento y la humillación de no haberlo seguido nunca. Y si como usted tanto aprecio el recogimiento, no es porque el trato con mi propia persona me parezca especialmente interesante, sino porque es en la soledad del alma donde suelen visitarnos, con sus rostros más amables y sonrientes, las imágenes de nuestros semejantes. Allí entablan alegres y amenísimas tertulias en donde las palabras corren libremente, sin que las emponzoñe el deseo de brillar ni las cohíba el temor de resultar indiscretas. En cuanto al espejo, créame, el culto diario que le rindo por rutina y sin asomos de fe, está —564→ cruelmente castigado por aquella aridez espiritual de que hablan los místicos: ausencia de la divina gracia por tibieza en el fervor. Creo que el espejo, no solamente nos vacía o nos desdobla como usted bien dice, sino que nos multiplica además hasta lo infinito en partículas tan insignificantes, que las vamos perdiendo como alfileres, por salones, dancings y casinos, sin que nos sea posible volver a encontrarlas nunca. Prueba de mi poco fervor al espejo, don Miguel, es que muchas, muchas veces, mirando desfilar maniquíes en las exposiciones de las casas de moda, mientras mis pobres se entornan, agobiados por todas las zozobras de la indecisión y de los precios inabordables, sorprendo de pronto a mi espíritu, que furtivamente, sin más traje que sus dos alas de nostalgia, se ha ido volando, camino de aquella otra exposición que usted conoce muy bien: la que se extiende a orillas del Sena desde el Quai de la Tournelle, al Quai d'Orsay, la que bajo el cielo, la lluvia y el sol, abre a todos los ojos sus generosos cajones, la tan amable de aspectos como afable de precio: la exposición de libreros de lance ¡vieja amiga llena de regalos y de ricas sorpresas a quien siempre tengo presente y a quien nunca voy a ver!... No, yo no hubiera inventado el espejo. Si como Narciso me ahogo todos los días en su insípida atracción, no es por convencimiento, créalo; es por arraigada tontería, por obstinado espíritu de asociación, por inercia de hoja seca, que corre, salta y se destroza sobre la corriente con apariencia de inmenso regocijo; es, en una palabra, por esta cómoda mentalidad de carnero que nos conduce por la vida a hombres y a mujeres, en plácidos y apretadísimos rebaños. De todo lo cual deduzco que no debemos engreírnos ni despreciarnos demasiado por nuestras propias acciones, ya que como opinaba el buen abate Coignard: viles o nobles no son enteramente nuestras, las recibimos de todas las manos y casi nunca las merecemos.

Esperand.o que tendré el gusto de verlo pasado mañana, y que sabré entonces lo que piensa de esta última herejía lo saludo con todo mi cariño, y mi gran devoción.

Teresa de la Parra

El porvenir de España

Ángel Ganivet

Miguel de Unamuno

[Nota preliminar: Edición digital a partir de la de Madrid, Espasa Calpe, Col. Austral, 1940 y cotejada con la edición de E. Inman Fox (Madrid, Espasa Calpe, Col. Austral, 1990).]

Primera parte

A Ángel Ganivet

- I -

Espero no haya usted dado a completo olvido, amigo y compañero Ganivet, aquellas para mí felices tardes de junio de 1891, en que trabamos unas relaciones demasiado pronto interrumpidas, mucho antes, sin duda, de que llegásemos a conocernos uno a otro más por dentro. Débole por mi parte confesar que, al volver al cabo de los años a saber de usted y al conocerle de nuevo en sus escritos, me he encontrado con un hombre para mí nuevo, y de veras nuevo, un hombre nuevo, como los que tanta falta nos hacen en esta pobre España, ansiosa de renovación espiritual.

Su Idearium español ha sido una verdadera revelación para mí. Al leerle, me decía: «Torpe de mí, que no le conocí entonces..., éste, éste es aquel que tales cosas me dijo de los gitanos una tarde en el café en libre charla».

Esa libre y ondulante meditación del Idearium merece, en verdad, no haber despertado en España ni los entusiasmos ni las polémicas que obra análoga hubiese provocado en otro país más dichoso, y lo merece así por la misma merced, por la que mereció abandonar la vida sin haber recibido el premio a que se había hecho acreedor aquel Agatón Tinoco, cuya muerte tan hermosamente usted nos narra. Vale más que su obra haya entrado a paso tan quedo que no el que hubiese hecho rebrotar a su cuenta el centón de sandeces y simplezas aquí de rigor en casos tales.

El Idearium se me presenta como alta roca a cuya cima orean vientos puros, destacándose del pantano de nuestra actual literatura, charca de aguas muertas y estancadas de donde se desprenden los miasmas que tienen sumidos en fiebre palúdica espiritual a nuestros jóvenes intelectuales. No es, por desgracia, ni la insubordinación ni la anarquía lo que, como usted insinúa, domina en nuestras letras; es la ramplonería y la insignificancia que brotan como de manantial de nuestra infilosofía y nuestra irreligión, es el triunfo de todo género que no haga pensar.

En tal estado de cosas, al contacto espiritual con obras tales como su Idearium, se fortifica en el ánimo el santo impulso de la sinceridad, tan cohibida y avergonzada como anda por acá la pobre. Porque entre tantos prestigios de que según dicen necesitamos con urgencia, nadie se acuerda del prestigio de la verdad, ni nadie se para tampoco a reflexionar en que nunca es una verdad más oportuna que cuando menos lo parezca serlo a los que de prudentes se precian y se pasan. En este sentido no conozco en España hombre más oportuno que el señor Pi y Margall. Espera a que la muela le duela para recomendar su extracción.

Oportunísimo es ahora ese su libro de honrada sinceridad, ese valiente Idearium en que afirma usted que «en presencia de la ruina espiritual de España hay que ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón y hay que arrojar aunque sea un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos».

Sí, como usted dice muy bien, España, como Segismundo, fue arrancada de su caverna y lanzada al foco de la vida europea, y «después de muchos y extraordinarios sucesos, que parecen más fantásticos que reales, volvemos a la razón en nuestra antigua caverna, en la que nos hallamos al presente encadenados por nuestra miseria y nuestra pobreza, y preguntamos si toda esa historia fue realidad o fue sueño». Sueño, sueño y nada más que sueño ha sido mucho de eso, tan sueño como la batalla aquella de Villalar, de que usted habla, y que, según parece, no ha pasado de sueño, y si la hubo, no fue en todo caso más batalla que la de Cavite, que de tal no ha tenido nada.

No está mal que soñemos, pero acordándonos, como Segismundo, de que hemos de despertar de este gusto al mejor tiempo, atengámonos a obrar bien,

«pues no se pierde

el hacer bien ni aun en sueños».

La vida es sueño, III, 3.

Hay otro hermoso símbolo de nuestra España moribunda, según Salisbury, y es aquel honrado hidalgo manchego Alonso Quijano, que mereció el sobrenombre de Bueno, y que al morir se preparó a nueva vida renunciando a sus locuras y a la vanidad de sus hazañosas empresas, volviendo así a su muerte en su provecho lo que había sido en su daño.

Pero de esto y de la necesaria muerte de toda nación en cuanto tal, y de su más probable transformación futura, diré lo que me ocurra en otro capítulo.

Para él dejo la tarea de exponer con entera sinceridad las reflexiones que su preñado Idearium me ha sugerido acerca del porvenir de los pueblos agremiados en naciones y Estados y acerca del porvenir de puestra España sobre todo. Empezaré por don Quijote.

- II -

Don Quijote y su escudero Sancho son en el dualismo armónico que manteniéndolos distintos los unía, símbolo eterno de la humanidad en general y de nuestro pueblo español muy en especial. Por lo común, desconociendo el idealismo sanchopancesco, el alto idealismo del hombre sencillo que quedando cuerdo sigue al loco, y a quien la fe en el loco le da esperanza de ínsula, solemos fijarnos en don Quijote y rendir culto al quijotismo, sin perjuicio de escarnecerlo cuando por culpa de él nos vemos quebrantados y molidos.

Una enfermedad es trastorno del funcionamiento fisiológico normal, pero rarísima vez destrucción de éste.

La locura, que es trastorno del juicio, lo perturba, pero no lo destruye. Cada loco es loco de su cordura, y sobre el fondo de ésta disparata, conservando al perder el juicio su indestructible carácter y su fondo moral.

Así conservó don Quijote, bajo los desatinos de su fantasía descarriada por los condenados libros, la sanidad moral de Alonso el Bueno, y esta sanidad es lo que hay que buscar en él. Ella le inspiró su hermoso razonamiento a los cabreros; ella le dictó aquellas razones de alta justicia, como usted bien indica, amigo Ganivet, en que basó la liberación de los galeotes.

Pero sucede, por mal de nuestros pecados, que cuando se invoca en España a don Quijote es siempre que se acomete a molinos de viento, o cuando la tramamos con pacíficos frailes de San Benito, o para acometer sin razón ni sentido a algún nuevo caballero vizcaíno. Conviene, pues, ver el fondo inmoral de la quijotesca locura.

Las empecatadas lecturas de los mentirosos libros de caballerías, última escoria de aquel híbrido monstruo de paganismo real y cristianismo aparente que se llamó ideal caballeresco; tales lecturas despertaron en el honrado hidalgo la vanidad y la soberbia que duerme en el pozo de toda alma humana. Preocupábase de pasar a la Historia y dar que cantar a los romances; creíase uno de los «ministros de Dios en la Tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia», y de tal modo le engañó el enemigo que bajo sombra de justicia fue a imponer a los demás su espíritu y a erigirse en árbitro de los hombres. Cuando Vivaldo le arguyó el que no se acordasen los caballeros andantes antes de Dios que de su dama, esquivó la definitiva respuesta.

Me llevaría muy lejos el disertar acerca de lo profundamente anticristiano e inhumano, por lo tanto, al fin y al cabo, que resultan el ideal caballeresco, el pundonor del duelista, la tan decantada hidalguía y todo heroísmo que olvida el evangélico «no resistáis al mal». Nunca me he convencido de lo religioso del llamado derecho de defensa, como de ninguno de los males, supuestos necesarios, como es la guerra misma. Si el fin del cristianismo no fuese libertarnos de esas necesidades, nada tendría de sobrehumano. A lo imposible hay que tender, que es lo que Jesús nos pidió al decirnos que fuésemos perfectos como su Padre.

Y volviendo a nuestro Quijote, creo yo que las más de las desdichas del español son fruto de sus pecados, como las de todos los pueblos. Nuestro pecado capital fue y sigue siendo el carácter impositivo y un absurdo sentido de la unidad. Mientras otros pueblos se acercaron a éstos o aquéllos para explotarlos, en lo que sin duda cabe beneficio a la vez que explotación mutuas, nos empeñamos nosotros en imponer nuestro espíritu, creencias e ideales, a gentes de una estructura espiritual muy diferente a la nuestra. En Europa misma combatimos a éstos o a aquéllos porque tenían sobre tal o cual punto la idea, cuando resulta, en fin de cuenta, que nosotros no teníamos ninguna.

Más de una vez se ha dicho que el español trató de elevar al indio a sí, y esto no es en el fondo más que una imposición de soberanía. El único modo de elevar al prójimo es ayudarle a que sea más él cada vez, a que se depure en su línea propia, no en la nuestra. Vale, sin duda, más un buen guaraní o un tagalo que un mal español.

«Colonizar no es ir al negocio, sino civilizar pueblos y dar expansión a las ideas», dice usted. Y yo digo: ¿a qué ideas? Y, además, el ir al negocio, ¿no puede resultar acaso el medio mejor y más práctico de civilizar pueblos? Con nuestro sistema no hemos conseguido ni aun lo que Pío Cid en el reino de Maya. Yo no sé si como ha habido civilización china, asiria, caldea, judaica, griega, romana, etc., cabrá civilización tagala; pero es el hecho que nada hemos puesto por despertarla, contentándonos con provocar entre los indígenas filipinos el fetichismo pseudocristiano.

«No por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido», gritaba don Quijote con arrogancia. Así nos sucede a nosotros, tendidos por culpa de los malos Gobiernos, después de no haber llevado otro camino que el que quieren éstos, que en ello consiste la fuerza de las aventuras.

Y viendo que no podemos menearnos, acordamos de acogernos a nuestro ordinario remedio, que es pensar en algún paso de nuestros libros de Historia, pues todo cuanto pensamos, vemos o imaginamos, nos parece ser hecho y pasar al modo de lo que hemos leído. ¡Esa condenada Historia que no nos deja ver lo que hay debajo de ella!

«Hemos tenido, después de períodos sin unidad de carácter, un período hispano-romano, otro hispano-visigótico y otro hispano-árabe; el que les sigue será un período hispano-europeo o hispano-colonial; los primeros de constitución y el último de expansión. Pero no hemos tenido un período español puro, en el cual nuestro espíritu, constituido ya, diese sus frutos en su propio territorio; y por no haberlo tenido, la lógica exige que lo tengamos y que nos esforcemos por ser nosotros los iniciadores».

Esto es pensar con tino, amigo Ganivet. Don Quijote, molido y quebrantado y vencido por el caballero de la Blanca Luna, tiene que volver a su aldea; y desechando ensueños de hacerse pastorcico y de convertir a España en una Arcadia, prepárase a bien morir, renaciendo en el reposado hidalgo Alonso el Bueno.

«¡Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno!», salió exclamando el cura cuando don Quijote hizo su última confesión de culpas y de locuras. Es lo que debemos aspirar a que de nosotros se diga. ¿Es que tiene acaso que morir España para volver en su juicio?, exclamará alguien. Tiene, sí, que morir don Quijote para renacer a nueva vida en el sosegado hidalgo que cuide de su lugar, de su propia hacienda. Y si se me arguye que el mismo hidalgo Alonso murió en cuanto volvió a su juicio, diré que creo firmemente que el fin de las naciones en cuanto tales está más próximo de lo que pudiera creerse -que no en vano el socialismo trabaja- y que conviene se prepare cada cual de ellas a aportar al común acervo de los pueblos lo más puro, es decir, lo más cristiano de cada una. De la perfecta cristianización de nuestro pueblo es de lo que se trata.

- III -

«Duele decirlo, pero hay que decirlo, porque es verdad; después de diecinueve siglos de apostolado, la idea cristiana pura no ha imperado un solo día en el mundo». Ni imperará, amigo Ganivet, mientras haya naciones y con ellas guerras, ni tampoco imperará en España mientras no nos libertemos del pagano moralismo senequista, cuya exterior semejanza con la corteza del cristianismo hasta a usted mismo ha engañado.

La nación, como categoría histórica transitoria, es lo que más impide que se depure, espiritualice y cristianice el sentimiento patriótico, desligándose de las cadenas del terruño, y dando lugar al sentimiento de la patria espiritual.

La nación, y la Historia con ella, es el capullo que protege la vida del patriotismo en larva; pero si ha de convertirse en mariposa espiritual que se bañe en luz y sea fecunda, tiene que romper y abandonar el capullo.

El desarrollo de esto me llevaría muy lejos y tampoco quiero extractar aquí lo que antes de ahora he escrito acerca de la crisis del patriotismo. Lo que sí haré será tomar nota de la mención que al final de su obra hace usted de Robinson, el héroe típico de la raza anglosajona.

Con tener, como usted dice, Robinson su semitismo opaco, no hace sino ganar mucho, y en lo de que carezca su alma de expresión no concuerdo con usted, porque ni es la palabra, ni siquiera la idea, la única expresión del alma. «Los ingleses -dice Carlyle- son un pueblo mudo, pueden llevar a cabo grandes hechos, pero no descubrirlos». De los griegos en cambio tal vez quepa decir la inversa; toda la grandeza de Aquiles es de Homero.

Don Quijote se creó un mundo ideal que le hizo andar a tajos y mandoblos con el real y efectivo y trastornar cuanto tocaba sin enderezar de verdad tuerto alguno, y Robinson reconstruyó un mundo real y tangible sacándolo de la naturaleza que le rodeaba, allí donde el caballero manchego, sin las alforjas de Sancho, se hubiese muerto de hambre, a pesar de jactarse de conocer las yerbas.

Un pueblo nuevo tenemos que hacernos sacándolo de nuestro propio fondo, Robinsones del espíritu, y ese pueblo hemos de irlo a buscar a nuestra roca viva en el fondo popular que con tanto ahínco explora don Joaquín Costa, investigador, a la vez que del derecho consuetudinario, de la antigüedad ibérica. No creo un absurdo aquello de la instauración de las costumbres celtibéricas, anteriores a los tiempos de la dominación romana, en que soñaba Pérez Pujol, pero lo que creo más vital es la completa despaganización de España. De los árabes no quiero decir nada, les profeso una profunda antipatía, apenas creo en eso que llaman civilización arábiga y considero su paso por España como la mayor calamidad que hemos padecido.

No ahínca usted en su libro en la concepción religiosa española ni en la obra de su cristianización, y aun me parece que en esto no ha llegado usted a aclarar sus conceptos. Sólo así me explico lo que en la página 23 dice usted de la Reforma, juzgándola con notoria injusticia y, a mi entender, con algún desconocimiento de su íntima esencia, así como del «verdadero sentido del cristianismo», que ha de hallarse en la fe que permanece bajo las disputas de los hombres. Así me explico también que al principiar su libro confunda usted el dogma de la Concepción Inmaculada con el de la virginidad de la madre de Jesús.

Es una lástima el que los espíritus más geniales, más vigorosos, más sinceros y más elevados de nuestra patria no hayan trabajado lo debido sus concepciones y sentimientos religiosos, y que en este país, que se precia de muy católico, sea general la semiignorancia en cuanto al catolicismo y su esencia, aun entre los teólogos. La llamada fe implícita ha tomado un desarrollo que debe espantar a toda alma sinceramente cristiana.

Es menester que nos penetremos de que no hay reino de Dios y justicia sino en la paz, en la paz a todo trance y en todo caso, y que sólo removiendo todo lo que pudiere dar ocasión a guerra es como buscaremos el reino de Dios y su justicia, y se nos dará todo lo demás de añadidura.

Y no prosigo ni despliego por ahora las ideas que acabo de apuntar, porque espero hacerlo con mayor sosiego. Ya sé que se las tachará de pura utopía.

¡Utopías! ¡Utopías! Es lo que más falta nos hace, utopías y utopistas. Las utopías son la sal de la vida del espíritu, y los utopistas, como los caballos de carrera, mantienen, por el cruce espiritual, pura la casta de los utilísimos pensadores de silla, de tiro o de noria. Por ver en usted, amigo Ganivet, un utopista, le creo uno de esos hombres verdaderamente nuevos que tanta falta nos están haciendo en España.

A Miguel de Unamuno

- I -

No he olvidado, amigo y compañero Unamuno, aquellas tardes que usted me recuerda, ni aquellas charlas de café, ni aquellos paseos por la Castellana cuando, con el ardor y la buena fe de estudiantes recién salidos de las aulas, reformábamos nuestro país a nuestro antojo. Recuerdo aún sus proyectos de entonces, entre los cuales el que más me interesó era el de publicar la Batracomaquia, de Homero (o de quien sea), con ilustraciones de usted mismo, que, para salir con lucimiento de su ardua empresa, estudiaba a fondo la anatomía de los ratones y de las ranas. ¿Qué fue de aquella afición? Sobre la mesa de mármol del café me pintó usted una rana con tan consumada maestría, que no la he podido olvidar: aún la veo que me mira fijamente, como si quisiera comerme con los ojos saltones.

Han pasado siete años, que para usted han sido de estudios y para mí de zarandeo y vagancia, salvo alguna que otra cosilla que he escrito para desahogarme; pero la amistad intelectual, aunque se forme en cuatro ratos de conversación, es tan duradera y firme, que en cuanto usted ha leído un libro mío y ha sabido por él que no me he muerto, ha pensado reavivarla con las tres bellísimas cartas que me envió, publicándolas en El Defensor, para que no se perdieran en el camino. Me encuentra usted completamente cambiado, y yo tampoco le hallo en el mismo punto en que le dejé. Por algo somos hombres y no piedras. Hay quien de la consecuencia hace una virtud, sin fijarse en que la consecuencia del que no piensa participa mucho de la estupidez. La principal virtud es que cada uno trabaje con su propio cerebro. Si trabajando así es consecuente consigo mismo, tanto mejor.

Lo que más me gusta en sus cartas es que me traen recuerdos e ideas de un buen amigo como usted, con quien me hallo casi de acuerdo, sin que ninguno de los dos hayamos pretendido estar acordes. Lo estamos por casualidad, que es cuanto se puede apetecer, y lo estamos aunque sentimos de modo muy diferente. Usted habla de «despaganizar» a España, de libertarla del «pagano moralismo senequista», y yo soy entusiasta admirador de Séneca; usted profesa antipatía a los árabes, y yo les tengo mucho afecto, sin poderlo remediar. Conste, sin embargo, que mi afecto terminará el día en que mis antiguos paisanos acepten el sistema parlamentario y se dediquen a montar en bicicleta.

Usted, amigo Unamuno, desciende en línea recta de aquellos esforzados y tenaces vascones que jamás quisieron sufrir ancas de nadie; que lucharon contra los romanos y sólo se sometieron a ellos por fórmula; que no vieron hollado su suelo por la planta de los árabes; que están todavía con el fusil al hombro para combatir las libertades modernas, que ellos toman por cosa de farándula. Así se han conservado puros, aferrados al espíritu radical de la nación. Por esto habla usted de la instauración de las costumbres celtibéricas, y cree que el mejor camino para formar un pueblo nuevo en España es el que Pérez Pujol y Costa han abierto con sus investigaciones. Yo, en cambio, he nacido en la ciudad más cruzada de España, en un pueblo que antes de ser español fue moro, romano y fenicio. Tengo sangre de lemosín, árabe, castellano y murciano, y me hago por necesidad solidario de todas las atrocidades y aun crímenes que los invasores cometieron en nuestro territorio. Si usted suprime a los romanos y a los árabes, no queda de mí quizá más que las piernas: me mata usted sin querer, amigo Unamuno.

Pero lo importante es que usted, aunque sea a regañadientes, reconozca la realidad de las influencias que han obrado sobre el espíritu originario de España, porque hay quien lleva su exclusivismo hasta a negarlas, quien cree ya extirpadas las raíces del paganismo y quien afirma que los árabes pasaron sin dejar huella; sueñan que somos una nación cristiana, cuando el cristianismo en España, como en Europa, no ha llegado todavía a moderar ni el régimen de fuerza en que vivimos, heredado de Roma, ni el espíritu caballeresco que se formó durante la Edad Media en las luchas por la religión. La influencia mayor que sufrió España, después de la predicación del cristianismo, la que dio vida a nuestro espíritu quijotesco, fue la arábiga. Convertido nuestro suelo en escenario donde diariamente se representó, siglo tras siglo, la tragedia de la Reconquista, los espectadores hubieron de habituarse a la idea de que el mundo era el campo de un torneo, abierto a cuantos quisieran probar la fuerza de su brazo. La transformación psicológica de una nación por los hechos de su historia es tan inevitable como la evolución de las ideas del hombre merced a las sensaciones que va ofreciéndole la vida. Y el principio fundamental del arte político ha de ser la fijación exacta del punto a que ha llegado el espíritu nacional. Esto es lo que se pregunta de vez en cuando al pueblo en los comicios, sin que el pueblo conteste nunca, por la razón concluyente de que no lo sabe ni es posible que lo sepa. Quien lo debe saber es quien gobierna, quien por esto mismo conviene que sea más psicólogo que orador, más hábil para ahondar en el pueblo que para atraérselo con discursos sonoros.

He aquí una reforma política grande y oportuna. ¿Quién sabe si, dedicados algún tiempo a la meditación psicológica, descubriríamos, ¡oh grata sorpresa!, que la vida exterior que hoy arrastra nuestro país no tiene nada que ver con su vida íntima, inexplorada? Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse, y que de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto; y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que aparece, y se me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a sus amigos una broma pesada.

- II -

La comparación de que me valí para explicar cómo entiendo yo la influencia arábiga en España, sirve asimismo para comprender el desarrollo de las ideas del hombre. Lo que usted recuerda mejor de mí, al cabo de siete años, es que yo le hablé de los gitanos. «¿Qué casta de pájaro será éste (pensaría usted), que parece interesarse más por las costumbres gitanescas que por las ciencias y artes que le habrán enseñado en la universidad?». Todo se explica, sin embargo, querido compañero, porque yo viví muchos años en la vecindad de la célebre gitanería granadina.

También le diré que el concepto de las ideas «redondas» que me sirvió de criterio para escribir el Idearium me lo sugirió mi primer oficio. Yo he sido molinero, y a fuerza de ver cómo las piedras andan y muelen sin salirse nunca de su centro, se me ocurrió pensar que la idea debe ser semejante a la muela del molino, que sin cambiar de sitio da harina, y con ella el pan que nos nutre, en vez de ser, como son las ideas en España, ideas «picudas», proyectiles ciegos que no se sabe a dónde van, y van siempre a hacer daño.

Mientras en España no existan hábitos intelectuales y se corra el riesgo de que las ideas más nobles se desvirtúen y conviertan en armas de sectario, hay que ser prudentes. La sinceridad no obliga a decirlo todo, sino a que lo que se dice sea lo que se piense. Por esto encuentra usted oscuros mis conceptos en materia de religión; no sería así si yo hubiera puesto en mi libro una idea que se me ocurrió y que suprimí, porque si no era picuda por completo, tampoco era redonda del todo: era algo esquinada la infeliz, y lo sigue siendo. Esta idea es la de adaptar el catolicismo a nuestro territorio para ser cristianos españoles. Pero bastaría apuntar la idea para que se pensara a seguida en iglesias disidentes, religión nacional, jansenismo y demás lugares del repertorio; y nada se adelantaría con decir que lo uno nada tiene que ver con lo otro, porque al decirlo por adelantado se daría pie para que pensaran peor aún. Sin embargo, en filosofía dije claramente que era útil romper la unidad, y en religión llegué a decir que, en cuanto en el cristianismo cabe ser original, España había creado el cristianismo más original.

Lo más permanente en un país es el espíritu del territorio. El hecho más trascendental de nuestra historia es el que se atribuye a Hércules cuando vino, y de un porrazo nos separó de África; y este hecho no está comprobado por documentos fehacientes. Todo cuanto viene de fuera a un país ha de acomodarse al espíritu del territorio si quiere ejercer una influencia real.

Este criterio no es particularista: al contrario, es universal, puesto que si existe un medio de conseguir la verdadera fraternidad humana, éste no es el de unir a los hombres debajo de organizaciones artificiosas, sino el de afirmar la personalidad de cada uno y enlazar las ideas diferentes por la concordia y las opuestas por la tolerancia. Todo lo que no sea esto es tiranía: tiranía material que rebaja al hombre a la condición de esclavo, y tiranía ideal que lo convierte en hipócrita. Mejor es que usted y yo tengamos ideas distintas, que no que yo acepte las de usted por pereza o por ignorancia; mejor es que en España haya quince o veinte núcleos intelectuales, si se quiere antagónicos, que no que la nación sea un desierto y la capital atraiga a sí las fuerzas nacionales, acaso para anularlas, y mejor es que cada país conciba el cristianismo con su espíritu propio, así como lo expresa en su propia lengua, que no se someta a una norma convencional. No debe satisfacernos la unidad exterior: debemos buscar la unidad fecunda, la que resume aspectos originales de una misma realidad.

Esto parecerá vago, pero tiene multitud de aplicaciones prácticas, de las que citaré algunas para precisar más la idea. El socialismo tiene en España adeptos que propagan estas o aquellas doctrinas de este o aquel apóstol de la escuela. ¿No hay acaso en España tradición socialista? ¿No es posible tener un socialismo español? Porque pudiera ocurrir, como ocurre, en efecto, que en las antiguas comunidades religiosas y civiles de España estuviera ya realizado mucho de lo que hoy se presenta como última novedad. Creo, pues, más útiles y sensatos los estudios del señor Costa, de quien usted hablaba con justo elogio, que los discursos de muchos propagandistas que aspiran a reformar a España sin conocerla bien.

En filosofía asistimos ahora a la rehabilitación de la escolástica, en su principal representación: la tomista. El movimiento comenzó en Italia, y de allí ha venido a España, como si España no tuviera su propia filosofía. Se dirá que nuestros grandes escritores místicos no ofrecen un cuerpo de doctrina tan regular, según la pedagogía clásica, como el tomismo; quizá sea éste más útil para las artes de la controversia y para ganar puestos por oposición. Pero ni sería tan fácil formar ese cuerpo de doctrina, ni se debe pensar en los detalles, cuando a lo que se debe atender es a lo espiritual, íntimo, subjetivo y aun artístico de nuestra filosofía, cuyo principal mérito está acaso en que carece de organización doctrinal.

Aun en los más altos conceptos de la religión creo que es posible marcar el genio de cada pueblo, aun en los dogmas. Usted me hace notar la confusión dogmática que parece desprenderse de la primera idea de mi libro: antes que usted me lo dijeron otros amigos, y antes que el libro se imprimiera alguien me aconsejó que la suprimiera; y yo estuve casi tentado de hacerlo, más que por el error que en ella pudiera verse, por no dar a algún lector una mala impresión en las primeras líneas. Y, sin embargo, no la suprimí. «¿Por testarudez?», se pensará. No fue sino porque veía en esa idea una idea muy española. El dogma de la Inmaculada Concepción se refiere, es cierto, al pecado original, pero al borrar este último pecado da a entender la suma pureza y santidad. El dogma literal se presta además a esa amplia interpretación, porque las palabras «concebida sin mancha» dicen al alma del pueblo dos cosas: que la Virgen fue concebida sin mancha, y que es concebida sin mancha eternamente por el espíritu humano. Hay el hecho de la concepción real, y el fenómeno de la concepción ideal por el hombre de una mujer que, no obstante haber vivido vida humana, se vio libre de la mancha que la materia imprime a los hombres. Preguntemos uno a uno a todos los españoles, y veremos que la Purísima es siempre la Virgen ideal, cuyo símbolo en el arte son las Concepciones de Murillo. El pueblo español ve en ese misterio no sólo el de la concepción y el de la virginidad, sino el misterio de toda una vida. Hay un dogma escrito inmutable, y otro vivo, creado por el genio popular.

También los pueblos tienen sus dogmas, expresiones seculares de su espíritu.

- III -

Desea usted que el cristianismo impere por la paz; y como usted no es un filántropo rutinario de los que tanto abundan, sino un verdadero pensador, habla a seguida de despaganizar a Europa, porque sabe que la guerra tiene su raíz en el paganismo. Sus ideas de usted son comparables a las que Tolstoi expuso en su manifiesto titulado Le non agir, aunque Tolstoi, no contento con combatir la guerra, combate el progreso industrial y hasta el trabajo que no sea indispensable para las necesidades perentorias del vivir. Para que la organización social cambie, han de cambiar antes las ideas, ha de operarse la metanoia evangélica, y para esto es preciso trabajar poco y meditar bastante y amar mucho. La lucha por el progreso y por la riqueza es tan peligrosa como la lucha por el territorio. Vea usted, si no, amigo Unamuno, el desencanto que se están llevando los que creían que el porvenir estaba en América. En unas cuantas semanas se ha despertado el atavismo europeo; la riqueza acumulada por los negociantes se transforma en armas de guerra, y aparece ésta en condiciones que, en Europa misma, serían impracticables. Porque en Europa no se usan ya guerras repentinas, ni se suele acudir a las armas antes de agotar todos los medios pacíficos, ni practicar ciertos procedimientos que hoy se emplean en nuestro daño. América tendrá ejércitos como Europa, y disfrutará de los goces inefables de las guerras territoriales y de raza; en vez de hacer algo nuevo, copiará a Europa y la copiará mal; y los hombres insignificantes que han derrochado estúpidamente las buenas tradiciones de su nación serán glorificados por la plebe.

La raza indoeuropea ha ejercido siempre su hegemonía en el mundo por medio de la fuerza. Desde los ejércitos descritos por Homero hasta los descritos hoy por la prensa periódica, son tantas la metamorfosis que ha sufrido el soldado ario, que se pierde ya la cuenta. Unas veces han atacado en forma de cuña y otras en forma rectangular, y nosotros hemos descubierto últimamente el sistema de pelear boca arriba, como los gatos. Los europeos dicen que dominan por sus ideas; pero esto es falso. La idea en que se ampara la fuerza de Europa es el cristianismo, una idea de paz y de amor, que por esto no pudo nacer entre nosotros. Nació en el pueblo judaico, que fue siempre enemigo de combatir y se pasó la vida huyendo de sus enemigos o subyugado por ellos; porque en los momentos de peligro, en vez de aparecer en el seno de este pueblo grandes generales, organizadores de la victoria, aparecían profetas que se ponían de parte del enemigo, considerándolo como a un enviado de Dios. El precepto evangélico de no resistir al mal es constitutivo del espíritu judaico.

Por esto los europeos no lo han comprendido aún, ni menos practicado. Somos paganos de origen, y de vez en cuando la sangre nos turba el corazón y se nos sube a la cabeza. Vea usted, si no, por vía de ejemplo, lo que ocurre en el arte. El cristianismo creó su arte propio, cuyo dogma se puede decir que era el resplandor del espíritu, así como el del paganismo era el resplandor de la forma. Yo he visto en los Países Bajos centenares de obras inspiradas por el cristianismo puro, y he visto cómo aquellos artistas, que tan torpemente creaban obras tan sublimes, se encaminaron a Italia cuando en Italia apareció el Renacimiento: me hacen pensar en tristes ayunantes que, después de comer espinacas durante el período cuaresmal, se relamen de gusto viendo un buen tasajo de carne o un pavo relleno. Puesto entre las dos artes, prefiero el cristianismo porque es más espiritual; pero me seduce también el arte pagano, y me seducen aún más las obras de aquellos artistas españoles que acertaron como ningunos a infundir el espíritu cristiano en la forma clásica. Esto parecerá eclecticismo; pero el eclecticismo está en nuestra constitución y en nuestra historia. En España se ha batallado siglos enteros para fundir en una concepción nacional las ideas que han ido imperando en nuestro suelo, y a poco que se ahonde se descubre aún la hilaza. En Granada, por ejemplo, no hay artísticamente puro nada más que lo arábigo, y aun debajo de esto suele hallarse la traza del arte romano. Lo que viene después tiene siempre dos caras, una cristiana y otra clásica, como en las esculturas de nuestro insuperable Alonso Cano, o una cristiana y otra oriental, como en el poema admirable de Zorrilla. La primera habla al espíritu; la segunda, a los sentidos, que también son algo para el hombre. La esencia es siempre mística, porque lo místico es lo permanente en España; pero el ropaje es vario, por ser varia y multiforme nuestra cultura. Todo lo más a que puede aspirarse es a que el sentimiento cristiano sea cada día más el alma de nuestras obras.

Así como hay hombres que viven una vida casi material y hombres que colocan el centro de su vida en el espíritu, dando al cuerpo sólo lo indispensable, así hay naciones que continúan aún aferradas a la lucha brutal, y naciones que espiritualizan la lucha y se esfuerzan por conseguir el triunfo ideal. Pero no hay cerebro ni corazón que se sostengan en el aire; ni hay idealismo que subsista sin apoyarse en el esqueleto de la realidad, que es, en último término, la fuerza. El hombre está organizado autoritariamente (aun cuando el centro no funcione), y todas sus creaciones son hechas a su imagen y semejanza: desde la familia hasta la agrupación innominada, que forma el concierto de las naciones, Europa ha representado siempre el centro unificador y director de la humanidad, y esto ha podido lograrlo solamente ejerciendo violencia en los demás pueblos. Hay quien sueña, como usted, en el aniquilamiento de ese eterno régimen, y en que un día impere en el mundo, por su pura virtualidad, el ideal cristiano. ¿Por qué no soñar y entusiasmarse soñando en tan admirable anarquía?

- IV -

Quien haya leído sus artículos y lea ahora los míos creerá seguramente que somos dos ideólogos sin pizca de sentido práctico, cuando con tanta frescura nos ponemos a hablar de los caracteres constitutivos de nuestra nación, sin parar mientes en los desastres que llueven sobre ella. Tanto valdría, se pensará, ponerse a meditar sobre las mareas en el momento crítico de un naufragio, cuando sólo queda tiempo para encomendarse a Dios antes de irse al fondo. No obstante, la tempestad pasa y las mareas siguen; y quién sabe si una misma razón no explicaría ambos fenómenos. Las ideologías explican los hechos vulgares, y si en España no se hace caso de los ideólogos es porque éstos han dado en la manía de empolvarse y engomarse, de «academizarse», en una palabra, y no se atreven a hablar claro por no desentonar, ni a hablar de los asuntos del día por no caer en lugares comunes. Sin duda ignoran que Platón cortó el hilo de uno de sus más hermosos diálogos para explicar cómo se quita el hipo, y que Homero no desdeñó cantar en versos de arte mayor cómo se asa un buey. Se puede ser correcto y hasta clásico explicando cómo se pierden las colonias.

Nosotros descubrimos y conquistamos por casualidad, con carabelas inventadas por los portugueses, llevando por hélice la fe y por caldera de vapor el viento que soplaba. Y al cabo de cuatro siglos nos hallamos con que en nuestros barcos no hay fe ni velas donde empuje el viento, sino maquinarias que casi siempre están inservibles. La invención del vapor fue un golpe mortal para nuestro poder. Hasta hace poco ni sabíamos construir un buque de guerra, y hasta hace poquísimo nuestros maquinistas eran extranjeros. Al fin hemos vencido estas dificultades; pero tropezamos con otra: los buques necesitan combustible, y nosotros somos incapaces de concebir una estación de carbón. No tenemos alma, aunque se dice que somos desalmados, para incomodar a nadie metiéndole en su casa una carbonera, como hacen los ingleses, por ejemplo, en Gibraltar. Cuando perdamos nuestros dominios se nos podrá decir: aquí vinieron ustedes a evangelizar y a cometer desafueros; pero no se nos dirá: aquí venían ustedes a tomar carbón. Demos por vencida la falta de estaciones propias para nuestros buques, y aún faltará algo importantísimo: dinero para costear las escuadras, el cual ha de ganarse explotando esas colonias que se trata de defender. Porque sería más que tonto comprar una escuadra formidable en el extranjero para enviarla a Filipinas, o asegurar el negocio que allí hacen los mismos extranjeros. Más lógico es dejarse derrotar «heroicamente». Acaso la batalla más discretamente perdida, entre todas las de nuestra historia, sea esa batalla de Cavite, que usted, compañero Unamuno, comparaba en tono humorístico con la de Villalar.

No basta adaptar un órgano: hay que adaptar todo el organismo. En España sólo hay dos soluciones racionales para el porvenir: someternos en absoluto a las exigencias de la vida europea, o retirarnos en absoluto también y trabajar para que se forme en nuestro suelo una concepción original, capaz de sostener la lucha contra las ideas corrientes, ya que nuestras actuales ideas sirven sólo para hundirnos, a pesar de nuestra inútil resistencia. Yo rechazo todo lo que sea sumisión y tengo fe en la virtud creadora de nuestra tierra. Mas para crear es necesario que la nación, como el hombre, se recojan y mediten, y España ha de reconcentrar todas sus fuerzas y abandonar el campo de la lucha estéril, en el que hoy combate por un imposible, con armas compradas al enemigo. Nos ocurre como al aristócrata arruinado que trata de restaurar su casa solariega hipotecándola a un usurero.

Nuestra colonización ha sido casi novelesca. La mayoría de la nación ha ignorado siempre la situación geográfica de sus dominios; le ha ocurrido como a Sancho Panza, que nunca supo dónde estaba la ínsula Barataria, ni por dónde se iba a ella, ni por dónde se venía, lo cual no le impidió dictar preceptos notables que, si los hubiera cumplido, hubieran dejado tamañitas a nuestras famosas leyes de Indias, a las que tampoco se dio el debido cumplimiento, por lo mismo que eran demasiado buenas. Pero nadie nos quita el gusto de haberlas dado, para demostrar al mundo que si no supimos gobernar, no fue por falta de leyes, sino porque nuestros gobernantes fueron torpes y desagradecidos.

Detrás de la antigua aristocracia vino la del progreso. El pueblo que antes pertenecía a un gran señor y era administrado por un mayordomo de manga ancha, cayó en las garras de un usurero; y el pueblo inocente, que creía llegada una era de prosperidades, trabaja más y gana más y come lo mismo o menos; y si algún infeliz se atreve a coger un brazado de leña en monte, que antes estaba abierto para todos, no tarda en ser cogido por un guarda y enviado unos cuantos años a presidio. Éste es el porvenir que le aguarda a nuestra población colonial, que cree cándidamente que han de venir gentes más activas a enriquecerla. Pero nada se gana con predicar a estas alturas. La humanidad, ella sabrá por qué, se ha dedicado a los negocios, y ahí está la causa de nuestra decadencia. Nosotros no tenemos capital para emprenderlos ni gran habilidad tampoco, y si emprendemos alguno nos olvidamos, por falta de espíritu previsor, de apoyarlo bien para que no fracase. Hay en Europa naciones que sostienen artificialmente con los productos que exportan varios millones de habitantes, que el suelo no podría nutrir; en España no llegan quizá a un millón los que viven de la exportación a Ultramar, y ésos están hoy amenazados, y tal vez se vean pronto obligados a buscar el pan de la emigración. Hemos podido ingeniarnos para conseguir la independencia económica, impuesta por nuestro carácter territorial, y dejándonos de libros de caballerías, atenernos a nuestro suelo, cuyas fuerzas naturales bastan para sostener una población mayor que la actual.

Así se hubiera evitado la guerra, porque esta guerra que se dice sostenida por honor es también, y acaso más, lucha por la existencia. La pérdida de las colonias sería para España un descenso en su rango como nación; casi todos sus organismos oficiales se verían disminuidos, y, lo que es más sensible, la población disminuiría también a causa de la crisis de algunas provincias. Se puede afirmar que todos los intereses tradicionales y actuales de España salen heridos de la refriega; los únicos intereses que salen incólumes son los de la España del porvenir, a los que, al contrario, conviene que la caída no se prolongue más; que no sigamos eternamente en el aire, con la cabeza para abajo, sino que toquemos tierra alguna vez.

Este gran problema que nos ha planteado la fatalidad ha sido embrollado adrede por falta de valor para presentarlo ante España en sus términos brutales, escuetos, que serían: ¿quiere ser una nación modesta y ordenada y ver emigrar a muchos de sus hijos por falta de trabajo, o ser una nación pretenciosa o flatulenta y ver morir a muchos de sus hijos en el campo de batalla y en el hospital? ¿Qué cree usted, amigo Unamuno, que hubiera contestado España?

- V -

Usted, amigo Unamuno, que es cristiano sincero, resolverá la cuestión radicalmente convirtiendo a España en una nación cristiana, no en la forma, sino en la esencia, como no lo ha sido ninguna nación en el mundo. Por eso acudía usted al admirable simbolismo del Quijote, y expresaba la creencia de que el ingenioso hidalgo recobrará muy en breve la razón y se morirá, arrepentido de sus locuras. Ésta es también mi idea, aunque yo no doy la curación por tan inmediata. España es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el absurdo es su nervio y su principal sostén. Su cordura será la señal de su acabamiento. Pero donde usted ve a don Quijote volver vencido por el caballero de la Blanca Luna, yo lo veo volver apaleado por los desalmados yangüeses, con quienes topó por su mala ventura.

Quiero decir con esto que don Quijote hizo tres salidas, y que España no ha hecho más que una y aún le faltan dos para sanar y morir. El idealismo de don Quijote era tan exaltado, que la primera vez que salió en busca de aventuras se olvidó de llevar dinero y hasta ropa blanca para mudarse; los consejos del ventero influyeron en su ánimo, bien que vinieran de tan indocto personaje, y le hicieron volver pies atrás. Creyóse que el buen hidalgo, molido y escarmentado, no tornaría a las andadas, y por sí o por no, su familia y amigos acudieron a diversos expedientes para apartarle de sus desvaríos, incluso el de murar y tapiar el aposento donde estaban los libros condenados; mas don Quijote, muy solapadamente, tomaba mientras tanto a Sancho Panza de escudero, y vendiendo una cosa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, reunía una cantidad razonable para hacer su segunda salida más sobre seguro que la primera.

Éste es el cuento de España. Vuelve ahora de su primera escapatoria para preparar la segunda; y aunque muchos españoles creamos de buena fe que se lo hemos de quitar de la cabeza, no adelantaremos nada. Y acaso sería más prudente ayudar a los preparativos de viaje, ya que no hay medio de evitarlo. Yo decía también que convendría cerrar todas las puertas para que España no escape, y, sin embargo, contra mi deseo, dejo una entornada, la de África, pensando en el porvenir. Hemos de trabajar, sí, para tener un período histórico español puro; mas la fuerza ideal y material que durante él adquiramos verá usted cómo se va por esa puerta del Sur, que aún seduce y atrae al espíritu nacional. No pienso al hablar así en Marruecos; pienso en toda África, y no en conquistas ni en protectorados, que esto es de sobra conocido y viejo, sino en algo original, que no está al alcance ciertamente de nuestros actuales políticos. Y en esta nueva serie de aventuras tendremos un escudero, y ese escudero será el árabe.

Se me dirá que el África está ya repartida como pan bendito; pero también estuvo repartido el mundo, o poco menos, entre España y Portugal, y ya ve usted a dónde hemos llegado. En nuestros días hemos visto aparecer varias doctrinas flamantes, como la de Monroe y la de la protección de interés, la de la ocupación efectiva y la de arrendamiento. Europa se arrienda a China en diversos lotes y se reparte el África, porque no estaba ocupado efectivamente. Y a esto no hay nada que objetar; si la propiedad privada se pierde por el abandono de la misma, ¿por qué no ha de perder una nación sus derechos soberanos sobre territorios que nominalmente se atribuye? Lo único que se puede decir es que ahora tampoco es efectiva la ocupación, y que lo que se llama esfera de influencia o hinterland es, con nombre diverso, la misma soberanía nominal, hoy desusada. No sé si usted es amante del Derecho, amigo Unamuno, y si se disgustará porque le diga que el Derecho es una mujerzuela flaca y tornadiza que se deja seducir por quienquiera que sepa sonar bien las espuelas y arrastrar el sable. Si España tuviera fuerzas para trabajar en África, yo, que soy un quídam, me comprometería a inventar media docena de teorías nuevas para que nos quedáramos legalmente con cuanto se nos antojara.

Ahora y antes el único factor efectivo que en África existe, aparte de los indígenas, es el árabe, porque es el que vive de asiento, el que tiene aptitud para aclimatarse y para entenderse con la raza negra de un modo más natural que el que emplean los misioneros, que introducen, según la frase de usted, el fetichismo pseudocristiano. El árabe, habilitado y gobernado por un espíritu superior, sería un auxiliar eficaz, el único para levantar a las razas africanas sin violentar su idiosincrasia. Los árabes dispersos por el África están oscurecidos y anulados en la apariencia por los europeos, porque éstos no saben entenderse con ellos; nosotros sí sabríamos. Actualmente la empresa es disparatada, pues sin contar nuestra falta de dineros y camisas, el antagonismo religioso lo echaría todo a perder. Pero ¿quién sabe lo que dirá el porvenir? ¡Utopía! ¿No le agradan a usted las utopías? «Sí, me agradan -me contestará usted-; pero ésa pasa de la marca; yo hablo en pro de la paz, y usted nos arma para nuevas guerras». Si usted dice que hay que despaganizar a Europa y destruir en ella los gérmenes de agresión, yo estoy con usted, porque el deseo es generoso y noble. Pero mientras la forma de la vida europea sea la agresión, y se proclame moribundas a las naciones que no atacan y aun se piense en descuartizarlas y repartírselas, la paz en una sola nación sería más peligrosa que la guerra. La nación más cristiana, por temperamento, ha sido la judaica, y tiene que vivir, como quien dice, con los trastos a cuestas. Así, pues, España, encerrada en su territorio, aplicada a la restauración de sus fuerzas decaídas, tiene por necesidad que soñar en nuevas aventuras; de lo contrario, el amor a la vida evangélica nos llevará en breve a tener que alzarnos en armas para defender nuestros hogares contra la invasión extranjera. El espíritu territorial independiente movió a las regiones españolas a buscar auxilio fuera de España, y ese mismo espíritu, indestructible, obligará a la nación unida a buscar un apoyo en su continente africano para mantener ante Europa nuestra personalidad y nuestra independencia.

Segunda parte

A Ángel Ganivet

- I -

¡Cómo refresca el corazón, querido amigo, conversar a larga distancia, separados por la suerte que a los hombres desparrama, después de haberse saludado un momento en el pedregoso camino de la vida! Y el ser pública esta conversación -más que en diálogo, en monólogos entreverados- le da cierta consagración de gravedad, haciéndola, a la vez que más jugosa, más íntima también. Más íntima, sí; porque no cabe duda alguna de que estos artículos, en que nos dirigimos reflexiones que puedan sugerir algo a todos los que, mirando más allá del falaz presente, nos hagan la merced de leernos, son para nosotros una correspondencia más entrañable y más cordial que la que por cartas privadas sostenemos. Obligados por el respeto debido al público que nos lea a mantenernos en cierta elevación de tono, prescindimos de nosotros mismos, siendo así como cada cual logra dar lo más granado y lo mejor de sí mismo, lo que a nuestro pueblo debemos y se lo tornamos acrecentado en cuanto nuestra diligencia alcanza.

Usted ha rodado por tierras extrañas, puestos siempre su corazón y su vista en España, y yo, viviendo en ella, me oriento constantemente al extranjero, y de sus obras nutro sobre todo mi espíritu. Son dos modos de servir a la patria diversos y concurrentes. Y en punto a patriotismo, ¡qué tristes nociones ha esparcido la ignorancia por España! Hase olvidado que la verdadera patria del espíritu es la verdad; que sólo en ella descansa y trabaja con sosiego.

Y dejándome de escarceos, que huelen a la «Epístola moral a Fabio», me voy derecho a lo que usted dice de la raza española.

Siempre he creído que la Historia, que da razón de los cuatro que gritan y nada dice de los cuarenta mil que callan, ha hecho el papel de enorme lente de aumento en lo que se refiere al cruce de raza en el suelo español. Las crónicas nos hablan de la invasión de los iberos, de los celtas, de los fenicios, de los romanos, de los godos, de los árabes, etc., y esto nos hace creer que se ha formado aquí una mescolanza de pueblos diversos, cuando estoy persuadido de que todos esos elementos advenedizos representan junto al fondo primitivo, prehistórico, una proporción mucho menor de lo que nos figuramos, débiles capas de aluvión sobre densa roca viva. Un batallón de jinetes que entra metiendo mucho ruido en un pueblo pacífico, que en su mayor parte le ve entrar con indiferencia, da que decir a las gacetillas, y el más leve motín de un lugar abulta en los telegramas, donde no se da cuenta de los que van, como todos los años, a trillar sus parvas. Desde la orilla se ve durante una tempestad cómo se alzan tumultuosas y potentes las olas, y no se da cuenta de que todo aquel tumulto no pasa de la superficie, de que las aguas que se embravecen y braman son una débil película comparadas a las profundas capas que permanecen en reposo. Brama la tempestad sobre la solemne calma de los abismos submarinos. El día mismo del desastre de la escuadra de Cervera hallábame yo, acordonado desde hacía días para no recibir diarios, en una dehesa en cuyas eras trillaban en paz su centeno los labriegos, ignorantes de cuanto a la guerra se refiere. Y estoy seguro de que eran en toda España muchísimos más los que trabajaban en silencio, preocupados tan sólo del pan de cada día, que los inquietos por los públicos sucesos.

Es la Historia como un mapa, y no mejor que un mapa los lugares del espacio, determina aquélla los sucesos del tiempo. La leyenda, aunque al parecer menos exacta, es más verdadera, como es más verdadero un paisaje, por libre que sea, que un plano topográfico tomado a toda ciencia trigonométrica. Danos el mapa los contornos de los continentes e islas en cuanto el nivel ordinario del mar los define; pero si ese nivel fuese bajando, ¡qué grandes cambios en nuestra geografía! Así en la Historia, si fuese posible hacer bajar el nivel del olvido, que encubre para siempre la vida fecunda y silenciosa de las muchedumbres que pasan por el mundo sin meter ruido, ¡cómo iría cambiando el mapa de los sucesos con que han alimentado nuestra memoria!

Hay en los abismos del océano inmensas vegetaciones de minúsculas madréporas, que labran en silencio la red enorme de sus viviendas. Sobre estas vegetaciones se asientan islas que surgen del mar. Así en la vida de los pueblos aparecen aislados en la Historia grandes sucesos, que se asientan sobre la labor silenciosa de las oscuras madréporas sociales, sobre la vida de esos pobres labriegos que todos los días salen con el sol a la secular labranza. Lo que ocurre en la isla afecta muy poco a su basamento madrepórico.

Muy poco, creo, han afectado a la base de la vida popular española las diversas irrupciones que la Historia nos cuenta ocurridas en su superficie. ¿Cuántos eran los fenicios que llegaron, con relación a los que aquí vivían? ¿Cuántos los romanos, los godos, los árabes, y hasta qué punto penetraron en lo íntimo de la raza? Yo creo que pasaron poco de la superficie, muy poco, y que en cuanto pasaron algo, fueron absorbidos; como creo que dejará más rastro Pidal, que tiene cosa de una docena de hijos, que otros políticos de más nombre y menos fecundidad efectiva. Hay que fijarse en lo más íntimo. Parmentier hizo más obra y más duradera trayéndonos las patatas, que Napoleón revolviendo a Europa, y hasta más espiritual, porque ¿qué no influirá la alimentación patatesca en el espíritu?

Todo esto sirve para indicar nada más mi idea de que el fondo de la población española ha permanecido mucho más puro de lo que se cree, engañándose por la falaz perspectiva histórica, creencia que parecen confirmar las investigaciones antropológicas.

Celtas, fenicios, romanos, godos, los mismos árabes, de que parece usted tan prendado, fueron poco más que oleadas, tempestuosas si se quiere, pero oleadas al fin, que influyeron muy poco en la base subhistórica, en el pueblo que calla, ora, trabaja y muere. Luego por ley, larga de explicar aquí, sucede que al mezclarse pueblos diversos en proporciones distintas, el más numeroso prepondera en lo fisiológico y radical más que lo que su proporción representa.

Creo asimismo que las diferencias étnicas interiores que en España se observan -gallegos, vascos, catalanes, castellanos, etc.- arrancan de diversidades prehistóricas.

Nosotros los vascos tenemos fama, como usted me lo recuerda, de conservarnos más puros. No sé si esto es verdad; sólo sé que para que esa idea se haya difundido ha servido el que hayamos tenido la felicidad de ser un pueblo sin historia durante siglos enteros. La Historia no ha velado, con su falsa perspectiva, un hecho que creo se cumple en los demás pueblos peninsulares. Y por no haber tenido historia y sí vida pública subhistórica, mi pueblo vasco ha combatido a las libertades individuales, atomísticas, luchando por las sociales. Mas como esto es muy largo de contar, mejor es dejarlo.

- II -

No podrá haber sana vida pública, amigo Ganivet, mientras no se ponga de acuerdo lo íntimo de nuestro pueblo con su exteriorización, mientras no se acomode la adaptación a la herencia. Ésta, que es la idea capital de usted, es también la mía. Concordamos en ella disintiendo algo en su desarrollo, lo cual da carácter armónico a nuestra conversación, haciéndola en su unidad varia.

La historia, la condenada historia, que es en su mayor parte una imposición del ambiente, nos ha celado la roca viva de la constitución patria; la historia, a la vez que nos ha revelado gran parte de nuestro espíritu en nuestros actos, nos ha impedido ver lo más íntimo de ese espíritu. Hemos atendido más a los sucesos históricos que pasan y se pierden, que a los hechos subhistóricos, que permanecen y van estratificándose en profundas capas. Se ha hecho más caso del relato de tal cual hazañosa empresa de nuestro siglo de caballerías que a la constitución rural de los repartimientos de pastos en tal o cual olvidado pueblecillo. Nos han llenado la cabeza de batallas, expediciones, conquistas, revoluciones y otros líos semejantes, sin dejarnos ver lo que bajo la superficie pasaba entretanto; nos han puesto en la orilla a contemplar tempestades para que templemos nuestro espíritu en los grandes espectáculos y no nos han dejado ver la labor de las madréporas de que le hablaba en mi anterior capítulo. Hemos oído en lontananza el eco de los cascos de los caballos de los árabes al invadir España, y no el silencioso paso de los bueyes que a la vez trillaban las parvas de los conquistados, de los que se dejaron conquistar.

Se ha perdido la inteligencia del lenguaje propio del pueblo, lenguaje silencioso y elocuente, y se ha querido que hable en los comicios, donde, como usted dice muy bien, no sabe responder. Pedirle al pueblo que resuelva por el voto la orientación política que le conviene, es pretender que sepa fisiología de la digestión todo el que digiere. Como no se sabe preguntarle, no responde, y como no habla en votos, lenguaje que le es extraño, cuando quiere algo habla en armas, que es lo que hicieron mis paisanos en la última guerra civil. Ellos querían algo sin saber definirlo, y a falta de mejor medio de expresarlo, se fueron al monte, dejando que formulasen su deseo algunos señores, que maldito si lo sabían. Porque el carlismo de Mella y de El Correo Español, pongo por caso, es al carlismo real y efectivo mucho menos que un mapa al terreno real, siguiendo la metáfora que establecí ya una vez. El carlismo popular, que creo haber estudiado algo, es inefable, quiero decir, inexpresable en discursos y programas; no es materia oratoriable. Y el carlismo popular, con su fondo socialista y federal y hasta anárquico, es una de las íntimas expresiones del pueblo español. Algo más adelantaríamos si nuestros estadistas, o lo que sean, en vez de atender a las idas y venidas de don Carlos, y hacer caso de los periódicos del partido o de las predicaciones de este o de aquel Mella que toma al carlismo de materia oratoriable y de sport político, se fijasen en las necesidades de los pueblos, en las íntimas, en las que no se expresan. Cuando se habla de mi Vizcaya, en seguida se acuerdan todos de los dichosos fueros, ignorándose que mucho más que los tales fueros le importa al aldeano vizcaíno el cierre de los montes que fueran del común un día.

Los dos factores radicales de la vida de un pueblo, los dos polos del eje sobre que gira, son la economía y la religión. Lo económico y lo religioso es lo que en el fondo de todo fenómeno social se encuentra. El régimen económico de la propiedad, sobre todo de la rural, y el sentimiento que acerca del fin último de la vida se abriga, son las dos piedras angulares de la constitución íntima de un pueblo. Toda nuestra historia no significa nada como no nos ayude a comprender mejor cómo vive y cómo muere hoy el labriego español; cómo ocupa la tierra que labra y cómo paga su arrendamiento, y con qué estado de ánimo recibe los últimos sacramentos; qué es y qué significa una senara o una excusa, y qué es y qué significa una misa de difuntos.

En el país español que mejor conozco, -por ser el mío, en Vizcaya, el establecimiento de la industria siderúrgica por altos hornos y el desarrollo que ha traído consigo representa más que el más hondo suceso histórico explosivo; es decir, de golpe y ruido, como creo que en esa Granada el establecimiento de la industria de la remolacha ha tenido más alcance e importancia que su conquista por los Reyes Católicos.

Y como esto exige algún mayor desarrollo, aunque sea sumario y por vía sugestiva, como todo lo contenido en estos capítulos, lo dejo para otro.

- III -

«Para que la organización social cambie, han de cambiar antes las ideas», dice usted, amigo Ganivet, y ya no conformo con usted en este su idealismo. No creo en esa fuerza de las ideas, que antes me parecen resultantes que causas. Siempre he creído que el suponer que una idea sea causa de una transformación social es como suponer que las indicaciones del barómetro modifican la presión atmosférica. Cuando oigo hablar de ideas buenas o malas me parece oír hablar de sonidos verdes o de olores cuadrados. Por esto me repugna todo dogmatismo y me parece ridícula toda inquisición.

Lo que cambia las ideas, que no son más que la flor de los estados del espíritu, es la organización social, y ésta cambia por virtud propia, obedeciendo a leyes económicas que la rigen, por un dinamismo riguroso.

No fue Copérnico quien echó a rodar los mundos, según las leyes por él descubiertas, ni fueron Marx y sus precursores y sucesores los que produjeron el movimiento socialista. Esto lo sabe usted mejor que yo, sin que se le haya turbado la clara visión de tal verdad por cierto excesivo historicismo que en usted observo.

En diferentes obras, algunas magistrales como las de Marx y Loria, está descrita la evolución social en virtud del dinamismo económico, y si alguna falta les noto, es que, o prescindan del factor religioso, o quieran englobarlo también en el económico.

No el cambio de ideas, el de organización social, sino éste traerá a aquél. Las fábricas de altos hornos en mi país, y las de remolacha en el de usted, harán mucho más que lo que pudiese hacer un ejército de ideólogos como usted y yo.

La misma cuestión colonial, hoy tan candente que nos abrasa, es ante todo y sobre todo una cuestión de base y origen económicos. Hay que estudiarla no en nuestra historia colonial, que sólo cuenta lo peculiar; no en los épicos relatos de nuestros navegantes de la edad de oro, no en toda esa faramalla de nuestros destinos en el Nuevo Mundo, sino en las aduanas coloniales. No creo con usted que fuimos a evangelizar y cometer desafueros, sino a sacar oro; fuimos a sacar oro, que pasaba luego a Flandes, donde trabajaban para nosotros y a nuestra costa se enriquecían con su trabajo. Y como nuestro modo de explotar a las colonias no encaja en la actual economía pública, las explotarán otros.

Es preciso hablar claro por verdadero patriotismo, ahora que piden la paz con motivos impuros y egoístas muchos que por motivos egoístas e impuros pidieron la guerra. Raro es quien execra de la guerra por la guerra misma, por cristianismo, y si no, vea usted cómo fueron de los más encendidos apóstoles del duelo internacional los que más predican contra el individual y contra el falso honor mundano.

Hay que hablar claro. Al campesino que sin más capital que sus brazos emigra de España en busca de pan, lo mismo le da que sea española o no la tierra a que arriba, lo mismo se gana su vida y acaso labra su fortuna en los cafetales del Brasil que en las pampas argentinas o cuidando ganado en las sabanas de Tejas, en los Estados Unidos, como alguno que conozco. Pero a la industria nacional que quiere vivir sin gran esfuerzo del monopolio no le da lo mismo. Traía trigo de los Estados Unidos, de esos mismos Estados Unidos con que estamos en guerra, lo molía aquí, en la Península, y llevaba la harina a Cuba, haciendo pagar cara a los cubanos la maquila de la molienda. Se encarecería la vida en Cuba en provecho de los industriales y negociantes de aquí. Y luego venía lo de hacer pasar harina por yeso y todo lo demás de la canción. Añada usted lo del azúcar y tendrá bien claro el principal factor de lo que por de pronto nos abruma.

Y todo esto no lo han traído ideas especiales de los españoles acerca de la colonización, sino nuestra constitución económica, basada en última instancia en la constitución de nuestro suelo, ultima ratio de nuestro modo de ser. Es la misma idea de usted respecto a lo territorial.

Hay en España algo que permanece inmutable bajo las varias vicisitudes de su historia, algo que es la base de su subhistoria.

Este algo es que España está formada en su mayor parte por una vasta meseta, en que van los ríos encajonados y muy deprisa, y cuya superficie resquebrajan las heladas persistentes del invierno y los tremendos ardores del estío. Es un país, en su mayor extensión, de suelo pobre, carcomido por los ríos que se llevan la sustancia, escoriado por sequías y por lluvias torrenciales. Y este país quiere seguir siendo lo que peor puede ser, país agrícola. La cuestión es ésta: o España es, ante todo, un país central o periférico, o sigue la orientación castellana, desquiciada desde el descubrimiento de América, debido a Castilla, o toma otra orientación. Castilla fue quien nos dio las colonias y obligó a orientarse a ellas a la industria nacional; perdidas las colonias, podrá nuestra periferia orientarse a Europa, y si se rompen barreras proteccionistas, esas barreras que mantiene tanto el espíritu triguero, Barcelona podrá volver a reinar en el Mediterráneo, Bilbao florecerá orientándose al Norte, y así irán creciendo otros núcleos nacionales ayudando al desarrollo total de España.

No me cabe duda de que una vez que se derrumbe nuestro imperio colonial surgirá con ímpetu el problema de la descentralización, que alienta en los movimientos regionalistas. Y el hacer cuatro indicaciones acerca de esto lo dejo para otro capítulo.

- IV -

«Mejor es que usted y yo tengamos ideas distintas, que no que yo acepte las de usted por pereza o por ignorancia; mejor es que en España haya quince o veinte núcleos intelectuales, si se quiere antagónicos, que no que la nación sea un desierto y la capital atraiga a sí las fuerzas nacionales, acaso para anularlas». Esto dice usted, amigo Ganivet, con excelente buen sentido, en el segundo de los artículos que me dedica. De esas ideas me hago solidario, y sobre ellas voy a insertar aquí cuatro reflexiones.

Nada dificulta más la verdadera unión de los pueblos que el pretender hacerla desde fuera, por vía impositiva, o sea legislativa, y obedeciendo concepciones jacobinas, como suelen serlo las del unitarismo doctrinario. Esa unión destruye la armonía, que surge de la integración de lo diferenciado.

Quéjanse los catalanes de estar sometidos a Castilla, y quéjanse los castellanos de que se les somete al género catalán. La sujeción de una de estas regiones a la otra en lo político se ha equilibrado con la sujeción de ésta o aquélla en lo económico. Y de tal suerte padecen las dos. El caso cabe extenderlo y ampliarlo.

En vez de dejar que cada cual cante a su manera y procurar que cantando juntos acaben por formar concertado coro armónico, hay empeño en sujetarlos a todos a la misma tonada, dando así un pobrísimo canto al unísono, en que el coro no hace más que meter más ruido que cada cantante, sin enriquecer sus cantos.

No cabe integración sino sobre elementos diferenciados, y todo lo que sea favorecer la diferenciación es preparar el camino a un concierto rico y fecundo. Sea cada cual como es, desarróllese a su modo, según su especial constitución, en su línea propia, y así nos entenderemos mejor todos.

Hace ya algún tiempo publiqué en un diario catalán un artículo acerca del uso de la lengua catalana, abogando porque escriba cada cual en la lengua en que piensa. En él asentaba que es mejor que los catalanes escriban en catalán y los castellanos los traduzcan, que no el que se traduzcan ellos mismos, mutilando su modo de ser. Al esforzarse el castellano por penetrar en los matices de una lengua que no es la suya y al trabajar por traducir un pensamiento que le es algo extraño, ahondará en su propia lengua y en su pensamiento propio, descubriendo en ellos fondos y rincones que el confinamiento le tiene velados. Si el castellano se empeñase en penetrar en el espíritu catalán y el catalán en el espíritu castellano, sin mantenerse a cierta distancia, llenos de mutuos prejuicios por mutuo desconocimiento íntimo, no poco ganarían uno y otro. El conocimiento íntimo de lo ajeno es el mejor medio de llegar a conocer lo propio. Quien sólo sabe su lengua -decía Goethe-, ni aun su lengua sabe. Pueblo que quiera regenerarse encerrándose por completo en sí, es como un hombre que quiera sacarse de un pozo tirándose de las orejas.

Si entre sus virtudes tiene algún vicio profundo el pueblo castellano es éste de su íntimo aislamiento, aunque viva entre otros pueblos. Corrió tierras y mares entre pueblos extraños, pero siempre metido en su caparazón. Así como cree con terca ignorancia que le bastarían los recursos de su suelo para vivir la vida que hoy se le ha hecho habitual, encerrado en sí, cree también que tiene en su fondo tradicional con que nutrir su espíritu, satisfaciendo a la vez a la necesidad imperiosa de progreso. Con herir tanto el desdén del catalán o del vasco no sé si es menos hondo, aunque más callado, el desdén del castellano.

Si el carlismo se extiende por toda la península es porque se extiende por toda ella el regionalismo. Y hay un síntoma de buen agüero, y es que nace y va cobrando fuerza el regionalismo castellano, el de los trigueros. Cuando la región centralizadora, la que durante siglos ha impulsado la obra unificadora, se hace regionalista, es porque el regionalismo se impone. Entra como una de tantas en el concurso.

Ahora sólo falta que ese regionalismo se haga orgánico y no exclusivista; que se pida la vida difusa en beneficio del conjunto; que se aspire a la diferenciación puestos los ojos en la integración; que no nos estorbemos los unos a los otros para que cada cual dé mejor su fruto y puedan tomar de él los demás lo que les convenga.

Y este problema del regionalismo, que surgirá con fuerza así que salgamos de la actual crisis, surgirá combinado con el problema económico-social. El revivir del carlismo no es más que un mero síntoma del revivir del regionalismo, en cierto modo socialista, o del socialismo regionalista. Y ¿por qué no decirlo?, es el fondo anarquista del espíritu español, que pide forma, expresión, desahogo.

Ese fondo, que tomaría forma potente si nuestra nación se integrara sobre base popular, culmina más que en nada en el cristianismo español de que usted habla, en el que representan nuestros místicos.

Y con esto llego al final de estas reflexiones.

- V -

Es tal el nimbo que para la mayor parte de las personas rodea a la palabra anarquismo, de tal modo la acompañan con violencias dinamiteras y negaciones radicales, que es peligroso decirles que el cristianismo es, en su esencia, un ideal anarquista, en que la única fuerza unificadora sea el amor.

En ninguna parte acaso se comprendió mejor que en nuestra patria este sentido cristiano; pocos místicos entendieron tan bien como los místicos castellanos aquellas palabras de San Pablo de que la ley hace el pecado.

Usted mismo, amigo Ganivet, ha trazado en las más hermosas páginas de su Idearium la silueta del anarquismo cristiano español, sobre todo donde trata usted de la justicia quijotesca, que es en el fondo la justicia pauliniana, la cristiana. En mis artículos En torno al casticismo, que no sé cuándo recogeré en un tomo, había yo ya tratado este mismo punto.

Pero el impulso que a los sentimientos religiosos pudo haber dado en España la mística castellana quedóse poco menos que en mera iniciación; fue ahogado por factores históricos, por el fatal ambiente en que se movía la historia de nuestro pueblo. La reforma teresiana, después de haber sido embotada en su misma orden, fue oscurecida por los jesuitas. La Compañía de Acquaviva, más bien que de mi paisano San Ignacio -espíritu nada jesuítico-, es la que de hecho ha dado tono desde entonces a la religiosidad consciente de España.

Y aquí encaja como anillo al dedo lo que usted dice muy gráficamente de las ideas picudas: que puede aplicarse a los sentimientos.

Cuanto usted nos dice que le sugirió su primer oficio de molinero tiene perfecta aplicación en este orden.

La tarea silenciosa y pausada de moler con muela redonda, sin picos de intolerancia y dogmatismo, en nada es más provechosa que en la vida religiosa.

Pero aquí se ha hecho de la fe religiosa algo muy picudo, agresivo, cortante, y de aquí ha salido ese jacobinismo pseudorreligioso que llaman integrismo, quintaesencia de intelectualismo libresco. Y para vestir a este descarnado esqueleto, rígido y seco y lleno de esquinas y salientes, no se ha encontrado mejor carne que un sistema de prácticas teatrales y ñoñas, con sus decoraciones, sus luces, sus coros y su letra y música de opereta mala con derroche de superlativos dulzarrones y acaramelados. Y por debajo de este aparato fisiológico la constante cantilena de que el liberalismo es pecado, sin que logremos llegar a saber qué es eso del liberalismo.

La vida cristiana íntima, recogida, entrañable, hay que ir a buscarla a tales cuales almas aisladas, que alimentándose del tradicional legado, no se dejan ahogar por esa balumba de fórmulas, silogismos, rutinas y cultos de molinillo chinesco.

De cómo está oscurecido el sentimiento cristiano nos dan continuas pruebas las circunstancias por que pasa la nación. Aún no hace dos días he leído en un semanario religioso elogios a unos frailes que han tomado en Filipinas las armas, y a nadie, que yo sepa, se le ha ocurrido todavía que si las órdenes religiosas del archipiélago hubiesen cumplido su misión, se habrían sublevado los tagalos contra España, pero no contra ellas. Su oficio no debe ser mantener la soberanía de tal o cual nación sobre este o el otro territorio; una orden religiosa no debe ser patriótica de esa manera, pues no está su patria en este mundo. Sé que a muchos parecerá lo que voy a decir una atrocidad, casi una herejía, pero creo y afirmo que esa fusión que se establece entre el patriotismo y la religión daña a uno y a otra. Lo que más acaso ha estorbado el desarrollo del espíritu cristiano en España es que en los siglos de la Reconquista se hizo de la cruz un pendón de batalla y hasta un arma de combate, haciendo de la milicia una especie de sacerdocio. Las órdenes militares y la leyenda de Santiago en Clavijo son en el fondo impiedades y nada más. El patriotismo tal y como hoy se entiende en los patriotismos nacionales es un sentimiento pagano. Decimos con los labios que todos los hombres somos hermanos, pero en realidad practicamos el adversus aeterna auctoritas, y tenemos de la fraternidad la idea que tienen las tribus salvajes: sólo es hermano el de la misma tribu.

Tiene usted muy triste razón cuando afirma que el cristianismo apenas se ha iniciado, que no es más que una débil capa en los pueblos modernos. El evangelio de éstos es, en realidad, ese condenado Derecho romano, quintaesenciado sedimento del paganismo, médula del egoísmo social anticristiano. Cuando se dirija usted a mí, amigo Ganivet, puede decir del Derecho cuantas perrerías se le antojen, porque lo aborrezco con toda mi alma y con toda ella creo, con San Pablo, que la ley hace el pecado. Derecho y deber, estas dos categorías con que tanto nos muelen los oídos, son dos categorías paganas; lo cristiano es gracia y sacrificio, no derecho ni deber.

Y ¡a qué monstruosidades nos ha llevado el infame contubernio del Evangelio cristiano con el Derecho romano! Una de ellas ha sido la consagración religiosa que se ha querido dar al patriotismo militante.

Mucho me sugiere cuanto usted apunta acerca de los judíos, de esta raza perseguida, que por no formar nación subsiste mejor como pueblo; de esa raza de que salieron los profetas y de donde salió el Redentor, a quien dieron muerte sus compatriotas, alegando que era su conducta antipatriótica, como puede verse en el versillo 48 del capítulo XI del Evangelio, según San Juan.

Y de aquí podría pasar a indicarle la gran diferencia que hallo entre nación y patria, tan grande que suelen aparecérseme tales términos como contrapuestos. Pero como todo esto me llevaría ahora muy lejos, prefiero dejarlo para otra ocasión.

Hoy, que tanto se habla por muchos del reinado social de Jesús, se debía meditar algo más en que tal reinado no puede ser más que el reinado de la paz y de la justicia, de la paz sobre todo, de la paz siempre y a toda costa. No hay fariseísmo que pueda empañar el claro y terminante: ¡no matarás! Y si para no infringirlo hay que renunciar a ciudadanías históricas, se renuncia a ellas.

A Miguel de Unamuno

- I -

Poco a poco, sin pretenderlo, vamos a componer un programa político. No uno de esos programas que sirven para conquistar la opinión, subir al poder y malgobernar dos o tres años, porque esta especialidad está reservada a los jefes de partido, y nosotros, que yo sepa, no somos jefes de nada; de mí, al menos, puedo decir que, desde que tengo uso de razón, estoy trabajando para ser jefe de mí mismo, y aún no he podido lograrlo. Pero hay también programas independientes que sirven para formar la opinión, que son como espejos en que esta opinión se reconoce, salvo si la luna del espejo hace aguas. Tales programas están al alcance de todas las personas sinceras, y en España son muy necesarios, porque la opinión sólo tiene para mirarse el espejo cóncavo de su profunda ignorancia, y hace tiempo que no se mira de miedo de verse tan fea.

Hay quien se lamenta de la ineptitud política de la gente nueva, la cual, en el cuarto de siglo que llevamos de Restauración, no ha dicho aún: «Esta boca es mía»: así se comprende que estemos gobernados por hombres anteriores a la revolución, los más de ellos condenados ya a muerte en 1866, y que nuestra política consista sólo en ir tirando, aunque lea con vilipendio. Mas lo lamentable sería que la juventud hubiera seguido las huellas que se encontró marcadas y aceptado la responsabilidad de los hechos presentes. Si alguna esperanza nos queda todavía, es porque confiamos en que esos hombres nuevos, que no han querido entrar en la política de partido, estarán en otra parte y se presentarán por otros caminos más anchos y mejor ventilados que los de la política al uso.

No se entienda por esto que yo confíe mucho en la gente nueva; de no formarse los hombres de Estado por generación espontánea, no sé cómo se van a formar en nuestro país, donde no se enseña ni el abecedario de la política nacional. La Restauración acometió de buena fe la reforma de los estudios; pero el nuevo plan fue imitativo, como lo es todo en España, por ser también nuestro sistema de gobierno una pobre imitación; se adoptó un hermoso programa de asignaturas, cuya única deficiencia consiste en que, a pesar de lo mucho que enseña, no enseña nada de lo que más conviene saber a un español.

Nuestro pasado y nuestro presente nos ligan a la América española; al pensar y trabajar, debemos saber que no pensamos ni trabajamos sólo por la península e islas adyacentes, sino para la gran demarcación en que rigen nuestro espíritu y nuestro idioma. Tan difícil como era sostener nuestra dominación material, tan fácil es -y ahora que el dominio se extinguió en absoluto, más aún- mantener nuestra influencia, para no encogernos espiritualmente, que es el encogimiento más angustioso. ¿Qué sabe de América nuestra juventud intelectual? Cuatro nombres retumbantes, comenzando por el retumbantísimo de Otumba. La fecha de la independencia de nuestras colonias, que debió marcar sólo el tránsito de uno a otro género de relaciones, es para nosotros una muralla de la China. No faltan esfuerzos aislados, como los de las órdenes religiosas, los de la Academia de la Lengua, el del Centenario, la publicación de las Relaciones de Indias y los estudios críticos de Valera; pero estos trabajos no influyen en la educación de la juventud.

Si se mira el porvenir, hay mil hechos que anuncian que África será el campo de nuestra expansión futura. ¿Qué sabe de África nuestra juventud estudiosa? Menos que de América: ni los primeros rudimentos geográficos. Hay también esfuerzos aislados, que en un país tan perezoso como España quieren decir mucho. Granada, en particular, es el centro de donde han salido nuestros mejores orientalistas y donde se conserva más apego a la política simbolizada en el testamento de Isabel la Católica. Si yo dispusiera de capital suficiente (del que no dispondré jamás, porque tengo la desgracia de dedicarme a los trabajos improductivos), fundaría en Granada una escuela africana, centro de estudios activos, según una pauta que tengo muy pensada y con la que creo había de formarse un plantel de conquistadores de nuevo cuño, de los que España necesita. La gente se burlaría de mí, y quién sabe si al cabo de un siglo o dos se diría que yo había sido el único hombre de Estado de nuestra patria en los siglos XIX y XX. Gran celebridad es la que me pierdo por no tener recursos, y lo siento, no por la celebridad, sino porque la obra se quedará en proyecto, como todas las buenas.

No hay nada superior en arquitectura a las iglesias góticas, porque en ellas la armonía no es convencional y geométrica, como en las obras clásicas, sino que es psicológica y nace en lo íntimo de nuestro ser por la sugestión que nos produce la convergencia de las líneas ascendentes hacia un punto del cielo, semejantes a ideas que se enlazan en un solo ideal, o a las voces de un coro que se unen en una sola oración.

He aquí un criterio fijo, inmutable, para proceder cuerdamente en todos los asuntos políticos: agarrarse con fuerza al terruño y golpearlo para que nos diga lo que quiere. Lo que yo llamo espíritu territorial no es sólo tierra; es también humanidad, es sentimiento de los trabajadores silenciosos de que usted habla. La acción de éstos no es la Historia, como el basamento de la isla no es la isla, la isla es que sale por encima del agua, y la Historia es el movimiento, es la vida, que debe apoyarse sobre esa masa inerte, rutinaria, que ya que no ejecute grandes hechos, sirve de regulador e impide que los artificios tengan la vida demasiado larga y destruyan el espíritu nacional.

- II -

A pesar de lo dicho, creo, y la gratitud nos obliga a creer, que la Restauración ha prestado al país un gran servicio: nos ha dado un período de paz relativa, y en la paz hemos visto claro lo que antes no veíamos; se decía que nuestros males venían de las guerras, revoluciones y pronunciamientos, y ahora sabemos que la causa de nuestra postración está en que hemos construido un edificio político sobre la voluntad nacional de una nación que carece de voluntad. Vivimos, pues, en el aire; como quien dice de milagro. Se explica perfectamente ese movimiento instintivo de la nueva generación en busca de una realidad en que afirmar los pies, eso que se ha llamado movimiento regionalista, aunque propiamente no lo sea. No hay ya jóvenes que vayan a Madrid con el uniforme de ministro en la maleta, y los hay que comienzan a comprender que un hombre no aventaja en nada con añadir su nombre al catálogo inacabable de celebridades inútiles y nocivas de España, y los hay también que prefieren trabajar en sus casas y en beneficio de sus pueblos a ganar en la tribu parlamentaria estériles aplausos. El día que haya en las diversas capitales de España hombres de talento y prestigio, que estudien los verdaderos intereses y aspiraciones de sus comarcas y los fundan en un plan de acción nacional, dejarán de existir esas entelequias o engendros de Gabinete con que hoy se nos gobierna, y habremos entrado en la realidad política.

Yo soy regionalista del único modo que se debe serlo en nuestro país, esto es, sin aceptar las regiones. No obstante el historicismo que usted me atribuye, no acepto ninguna categoría histórica tal como existió, porque esto me parece dar saltos atrás. A docenas se me ocurren los argumentos contra las regiones, sea que se las reorganice bajo la Monarquía representativa o bajo la República federal, sea bajo esta o aquella componenda, debajo del actual régimen encuentro demasiado borrosos los linderos de las antiguas regiones, y no veo justificado que se los marque de nuevo, ni que se dé suelta otra vez a las querellas latentes entre las localidades de cada región, ni que se sustituya la centralización actual por ocho o diez centralizaciones provechosas a ciertas capitales de provincia, ni que se amplíe el artificio parlamentario con nuevos y no mejores centros parlantes... Usted, que es vizcaíno, recordará que un Parlamento vasco no les hace ninguna falta, teniendo como tienen diputaciones forales que no son focos de mendicidad como muchas de España, sino diputaciones verdaderas; yo, que soy andaluz, declaro que Andalucía políticamente no es nada, y que al formarse las regiones habría que reconocer dos Andalucías: la alta y la baja; el mismo Pi y Margall, en Las nacionalidades, las admite.

Pero hay, además, una razón que de fijo le hará a usted mella. El valor de los organismos políticos depende en nuestro tiempo de su aptitud para dar vida a las reformas de carácter social, y ni el Estado, ni la religión, ni ninguna de sus formas posibles, satisfacen esta necesidad de nuestro tiempo; el socialismo español ha de ser comunista, quiero decir, municipal, y por esto defiendo yo que sean los municipios autónomos los que ensayen las reformas sociales; y en nuestro país no habría en muchos casos ensayos, sino restauración de viejas prácticas. El pueblo y la ciudad son organismos reales, constituidos por la agrupación de moradas fijas, inmuebles, y por lo mismo que son una realidad, podrían vivir independientes con ventaja y sin peligro. El peligro está en las instituciones convencionales, porque éstas, faltas de asunto real, divagan y caen en todo género de excesos.

No sé cómo hay socialistas del Estado ni de la Internacional; en España, es seguro que la acción del Estado sería completamente inútil. Se darían leyes reguladoras del trabajo y habría que vigilar el cumplimiento de esas leyes: un cuerpo flamante de inspectores, es decir, de individuos, que en virtud de una real orden tendrían el derecho de pedir cinco duros a todos los ciudadanos que cayeran bajo su dirección. Un ministro muy formal, el señor Camacho, dijo que siempre que daba una credencial de inspector, creía poner un trabuco en manos de un bandolero. Y si para mayor garantía los inspectores eran de la clase obrera, entonces apaga y vámonos.

Les voy a contar a ustedes un cuento que no es cuento. Había en una ciudad, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente, aunque no quiero decirlo, un orador socialista de los de espada en mano. Todos los abusos le llegaban al alma, y el que le llegaba más hondo era el de que se robase en el pan, «base alimenticia del pueblo». La idea del pan falto se le fijó en la mollera, y tanto fue y vino, y tanto clamó y aun chilló, que el alcalde de la ciudad le llamó a su despacho, y después de una larga entrevista, en la que hizo gala de su amor al pueblo, a la justicia y a las hogazas cabales, le nombró inspector del peso del pan. Los panaderos faltones se echaron a temblar, excepto uno, el más viejo y socarrón del gremio, gran conocedor de sus semejantes, que dijo a sus compañeros: «Ése es un enjambrío, y, si queréis, yo me encargo de untarle la mano». Así lo hizo, y desde entonces ya no le faltaban al pan dos onzas, sino cuatro: las dos de costumbre y dos más para untar al hombre nuevo. Todo eso se remediaría, diría alguien, nombrando un inspector superior, con título, para que meta en cintura a sus subalternos. Ese nuevo inspector, contesto yo, no sólo se dejará sobornar, sino que exigirá que le lleven el dinero a su casa y que le oxeen las moscas o le saquen los niños a paseo. Y tantos inspectores podríamos nombrar, que ocurriese con las hogazas lo que con las caperuzas del cuento del Quijote: las habría tan chicas, que habría que comerlas con microscopio.

Mientras el mundo exista habrá hombres listos que vivan sin trabajar a expensas del público, y los golpes irán siempre a dar en la hogaza, es decir, en la realidad. Ensanchemos, pues, esta realidad para que vivan todos, los listos y los que no lo son. Y esto se consigue reservando parte de la propiedad para usufructo común. Comunidades benéficas, depósitos, de disfrute de montes y de pastoreo, etc., según las condiciones de cada municipio, a fin de que el vecindario tenga la seguridad de que, no obstante albergar en su seno un considerable número de bribones, éstos no impiden que todo el mundo coma, por muy mal dadas que vengan.

- III -

Muchas contradicciones hallará el lector en el programa de usted; pero yo sólo hallo una. La alianza que usted establece entre regionalismo, socialismo y lo que llama carlismo popular suena aún a cosa incongruente, y, sin embargo, es la forma política en la nueva generación y es practicable dentro del actual régimen. Municipio libre, que sirve de «laboratorio socialista» -la frase es de Barrès-, y del cual arranque la representación nacional, que los electores tienen abandonada: una representación efectiva que sustituya a la ficción parlamentaria, y una autoridad fuerte, verdadera, que garantice el orden y la cohesión territorial. Esta combinación da más libertad práctica que la actual centralización. Donde yo encuentro que usted se contradice es al enlazar su cristianismo evangélico con sus ideas progresivas en materia económica, y aunque yo no tenga gran afición a los problemas económicos, le diré también en este punto mi parecer.

Quiere usted vida industrial intensa, -comercio activo, prosperidad general, y no se fija en que esto es casi indiferente para un buen cristiano. Pregunte usted a todos esos hombres que se afanan por ganar dinero, y por cuyo bienestar usted se interesa, qué piensan hacer cuando tengan un gran capital, y le contestarán: «Darme buena vida; comer mejor, tener buena casa y muchas comodidades; coche, si a tanto alcanza; divertirme cuanto pueda y -esto en secreto- cometer algunas tropelías». Los montes dan grandes gemidos para dar a luz un mísero ratón. No pienso molestarme jamás para ayudar a ganar dinero a gente que se mueva por rutina. Me es antipático el mecanismo material de la vida, y lo tolero sólo cuando lo veo a la luz de un ideal; así, antes de enriquecer a una nación, pienso que hay que ennoblecerla, porque el negocio por el negocio es cosa triste.

Pero la sociedad no piensa como yo sobre el particular, lo reconozco. La sociedad piensa por comparación, y como hoy lo que priva es el dinero, todos se afanan tras él, sin considerar que acaso estarían mejor sin él. Hay quien se muere de repente al saber que le ha tocado la lotería, y quien de hombre de bien se convierte en un mal sujeto porque heredó cuatro chavos y después de malgastarlos no quiere doblar la raspa. En suma, el valor del dinero depende de la aptitud que se tenga para invertirlo en obras nobles y útiles.

Se dice que la prosperidad material trae la cultura y la dignificación del pueblo; mas lo que realmente sucede es que la prosperidad hace visibles las buenas y malas cualidades de un pueblo, que antes permanecían ocultas. Si no se tienen elevados sentimientos, la riqueza pondrá de relieve la vulgar grosería y la odiosa bajeza: y en España, cuyo flaco es la desunión, si no inculcamos ideas de fraternidad, el progreso económico se mostrará en rivalidad vergonzosa. Hay familias pobres que se quitan el pan de la boca para dar carrera al niño, que salió con talento, y algunos de estos niños, en vez de ayudar después a los suyos para que se levanten, se apresuran a volver las espaldas. Yo conocí a un estudiante aventajado, hijo de una lavandera, que cuando se vio con su título de médico en el bolsillo llegó hasta a negar a su madre. Algo de esto ocurre en nuestro país.

He estado tres veces en Cataluña, y después de alegrarme la prosperidad de que goza, me ha disgustado la ingratitud con que juzga a España la juventud intelectual nacida en este período de renacimiento; a algunos les he oído negar a España. Y, sin embargo, el renacimiento catalán ha sido obra, no sólo de los catalanes, sino de España entera, que ha secundado gustosamente sus esfuerzos. En las Vascongadas sólo he estado de paso; pero he conocido a muchos vascongados; los más han sido bilbaínos, capitanes de buque, y éstos son gentes chapadas a la antigua, con la que da gusto hablar; los que son casi intratables son los modernos, los enriquecidos con los negocios de minas que no sólo niegan a España y hablan de ella con desprecio, sino que desprecian también a Bilbao y prefieren vivir en Inglaterra. El motivo de estos desplantes no puede ser más español; es nuestra propensión aristocrática: en cuanto un español tiene cuatro fincas, necesita hacer el señor; vivir lejos de sus bienes, contemplándonos a distancia y cobrando las rentas por mano de administrador.

De lo peligrosa que es esta manía, sírvanos de ejemplo lo que nos acaba de pasar. La cuestión cubana ha sido cuestión económica, como usted dice; pero lo que conviene también decir es que en ella no hemos sido tan egoístas como decían los Tirteafueras, que a cada momento nos reconvenían para no dejarnos comer a gusto. España no podía ser mercado para los productos de Cuba, pero le abrió el mercado de los Estados Unidos, ofreciendo a éstos en compensación ventajas que nadie ha querido tomar en cuenta, porque no hay peor ciego que el que no quiere ver. Era una reciprocidad por carambola con la que sólo conseguimos pasarle al gato la sardina por las narices. Pusimos la vida económica de Cuba en manos de la Unión, y ésta pudo entonces emplear su sistema de herir solapadamente y condolerse en público de la crisis cubana, del mismo modo que después alimentaba en secreto la insurrección y abiertamente se quejaba de sus estragos. Hemos repetido la prueba de El curioso impertinente, con la circunstancia agravante de que el marido curioso del cuento tenía confianza en su mujer y en su amigo, en tanto que nosotros sabíamos que entre ellos mediaba cierta intimidad sospechosa.

En esta experiencia me fundo yo para que no vuelva España jamás a buscar mercados de préstamos para nadie, ni a ligar el porvenir de ninguna región española a extrañas voluntades. Nuestra salvación económica está en la solidaridad, porque dentro de España se pueden formar con holgura los centros consumidores exigidos por las industrias que en la actualidad tenemos. Si las regiones que van logrando levantar cabeza vuelven las espaldas al resto del país, despreciándolo porque es pobre, que lleven la penitencia en el pecado. Las colonias han detenido el desarrollo de España. Éramos una nación agrícola hasta hace poco, y una nación colonizadora debe ser industrial, para asegurar así el cambio de productos. España se transformó demasiado tarde y se quedó entre dos aguas, y en sustancia las colonias sólo han servido para crear industrias que necesitan del amparo del arancel y para retrasar el desenvolvimiento agrícola del país. La mejor solución, pues, en estos momentos no será la proteccionista ni la librecambista, porque estas palabras son no más que fórmulas del egoísmo. Cada cual es proteccionista o librecambista, según lo que compra o vende, no según sus convicciones doctrinales; lo mejor será, como he dicho, la solidaridad. Sin prejuicio de buscar salida al excedente de nuestra producción, lo que más debe preocuparnos es producir cuanto necesitamos para nuestro consumo, y alcanzar un bien a que pocas naciones pueden aspirar: la independencia económica.

- IV -

Hay un punto en el que usted no está de acuerdo conmigo. Cree usted que el valor de las ideas es inferior al de los intereses económicos, en tanto que yo subordino la evolución económica a la ideal. No es usted tan lógico, sin embargo, que ponga los intereses materiales por encima de todo idealismo; hace usted una concesión en beneficio del ideal religioso. Y yo pregunto: ¿Por qué no dar un paso más y decir que no sólo la religión, sino también el arte y la ciencia, y en general las aspiraciones ideales de una nación, están o deben estar más altos que ese bienestar económico en que hoy se cifra la civilización?

Cierto que hay naciones que inician su acción exterior creando intereses, tras de los cuales vienen el dominio político y la influencia intelectual; pero España no es de esas naciones; nosotros llevamos el ideal por delante, porque ése es nuestro modo natural de expresión; nuestro carácter no se aviene con la preparación sorda de una empresa; la acometemos en un momento de arranque, cuando una noble ansia ideal nos mueve. Si hoy nos vemos totalmente derrotados -y la derrota empezó hace siglos- porque se nos combatió en nombre de los intereses, nuestro desquite llegará el día que nos impulse un ideal nuevo, no el día que tengamos, si esto fuera posible, tanta riqueza como nuestros adversarios. No es esto defender nuestro actual desbarajuste; hay que trabajar y acumular medios de acción, auxiliares de nuestras ideas; lo que yo sostengo es que nuestra acción principal no será nunca económica, pues por ella sólo seríamos imitadores serviles.

Dice usted, amigo Unamuno, que España fue a América a buscar oro, y yo digo que irían a buscar oro los españoles -y no todos-, pero que España fue animada por un ideal. Durante la Reconquista se formó en España ese ideal, fundiéndose las aspiraciones del Estado y la Iglesia y tomando cuerpo la fe en la vida política. La fe activa, militante, conquistadora, fue nuestro móvil, la cual creó en breve sus propios instrumentos de acción: ejércitos y armadas, grandes políticos y diplomáticos; todo esto apareció sin saber cómo en una nación oscura y desorganizada, que algunos años antes, en el reinado de Enrique IV, era un semillero de bajas intrigas.

No debe confundirse el móvil individual con el de la nación. Una nación desarrolla de ordinario sus intereses en la misma dirección de sus aspiraciones políticas, y los individuos se aprovechan hábilmente de esta circunstancia para servir a la vez a la patria y a su bolsillo particular. ¿Cuál ha sido el móvil de los Estados Unidos al promover la cuestión cubana? Se habla de sindicatos azucareros, emisiones de bonos y mil negocios de baja índole; pero lo cierto es que estos intereses han sido creados porque responden a una aspiración política más elevada: la de extender la dominación política por toda la América del Sur, utilizando como medio seguro para adquirir prestigio la idea antieuropea, expresada en la doctrina de Monroe.

Hace algún tiempo hablaba yo de este asunto con un centroamericano, quien me dijo estas palabras, que muy bien pudieran expresar el sentimiento de la América latina: «Nosotros vemos el porvenir muy oscuro, porque somos pocos para luchar contra los yanquis; la idea de éstos es buscar un apoyo en las Antillas y otro en el Pacífico, abrir el canal de Nicaragua y crear una línea de intereses comerciales. Todo lo que caiga por encima de esa línea quedará preso en las garras de la Unión». «¿Y no cree usted que antes que llegue ese día la Unión se deshaga a causa de esos mismos intereses?». «Todo pudiera ser; pero mientras tanto, lo cierto es que van adquiriendo casi toda la propiedad de Centroamérica y por ese camino pueden llegar a ser los amos». «¿Y por qué no buscan ustedes el apoyo de Europa?». «Lo haríamos si Europa no tuviera colonias en América; pero mientras las tenga, nos parecería un acto de sumisión acudir a quien sigue siendo nuestro señor. A los americanos les molesta el aire de colonos que todavía tienen, y quieren abatir la supremacía de Europa en América; así, aunque comprendamos el juego de los Estados Unidos, no nos oponemos a él, porque lo hacen en nombre de la dignidad personal de los americanos».

Por este ejemplo verá usted que aun aquellas naciones que parecen inspiradas por motivos más utilitarios van secretamente impulsadas por ideales, sin los que no conseguirán jamás un triunfo duradero. España ha sido vencida como lo sería otra nación, Inglaterra misma, a pesar de su poder, porque luchaba, no contra una nación, sino contra el espíritu americano, cuya expansión dentro de su órbita natural es inevitable. En cambio, nuestra victoria sería segura, a pesar de la postración aparente en que nos hallamos, si supiéramos dirigir nuestros esfuerzos hacia donde debemos dirigirlos. Hoy, que tanto se inventa en materia de armamentos, no estará de más que inventemos nosotros un cañón de nuevo sistema, al que yo le llamaría el cañón X, cuya fuerza no esté en el calibre, sino en la dirección; un cañón que no dé fuego más que cuando apunte a donde debe apuntar.

Quizá en algún caso las fuerzas materiales puedan detener -nunca impedir en absoluto- la marcha natural de los sucesos históricos; pero mejor es que no la detengan, sino que, al contrario, coadyuven a la obra. La idea tiene en sí eso que llaman los médicos vis medicatrix, fuerza curativa interna, espontánea: herida en un combate, presto se cura, y aun gana fuerzas para empeñar otro mayor, en el que vence. Esta idea, conciencia clara de nuestra vida y perfecta comprensión de nuestros destinos, hemos de buscarla dentro de nosotros, en nuestro suelo y la hallaremos si la buscamos. Yo he hallado ya muchos rastros de ella; pero su descripción no cabría en este artículo ni en cuatro más. Por esto he pensado consagrar a tan bello tema un breve estudio, que hace meses está en fragua, y que le enviaré a usted cuando lo publique, para ver si logro atraerle a usted a mi terreno, a mi idealismo; será un librillo de poca lectura, que pienso titular: Hermandad de trabajadores espirituales.