Heterodoxia y religiosidad: Leopoldo Alas (Clarín), Unamuno, Machado
Yvan Lissorgues
Mucho se ha escrito sobre el pensamiento y el sentimiento religioso de Unamuno y de Machado, y puede parecer algo pretencioso abordar de nuevo el tema, tanto más que permanecen todavía en pie varias tesis encontradas, particularmente sobre Unamuno. El caso de Clarín es un poco diferente, ya que se le conoce bien sólo desde hace algunos años, desde el momento en que se ha analizado su producción periodística, aunque varios estudios han puesto de relieve con acierto muchos aspectos de la personalidad moral y religiosa del autor.
El estudio comparativo de la posición religiosa de los tres escritores es, pues, empresa delicadísima. Y hay que decirlo de entrada, el elemento perturbador es ante todo, y como siempre, la personalidad de Unamuno. Porque hubiera sido relativamente fácil mostrar las analogías y las diferencias que al respecto ofrecen las figuras de Clarín y de Machado, pero pasar por alto la enorme presencia de Unamuno en tales cuestiones hubiera mutilado gravemente la perspectiva.
Me propongo, en efecto, mucho más mostrar que los tres destacados escritores se sitúan en una corriente heterodoxa, que ilustran de una manera ejemplar por ser quienes son, que analizar detalladamente la especificidad religiosa de cada uno. Es muy importante subrayar que si nuestros tres autores contribuyen fuertemente a definir en términos modernos una corriente o una tendencia heterodoxa, no la crean. Sin que sea necesario remontar a los erasmistas del siglo XVI, es bastante evidente que no pocas características del pensamiento religioso de Clarín, Unamuno o Machado coinciden con varias concepciones de los llamados krausistas españoles. Hasta tal punto que María Dolores Gómez Molleda consiguió, con acierto, reunir a todos bajo el epígrafe de reformadores1, si bien el calificativo, por la connotación protestante que implica, no parezca del todo exacto. Es de notar que la crítica del catolicismo, tanto en los tres escritores estudiados como en los pensadores krausistas, nace de la misma exigencia, la de una religión vivida individualmente como principio de unidad moral y espiritual, religión que el catolicismo jerarquizado, ordenancista, dogmático y rutinario es, según ellos, incapaz de promover. Las graves y enconadas acusaciones que Clarín, Unamuno o Machado lanzan contra la Iglesia española son idénticas a las que, en 1874, le dirigía Fernando de Castro en su Memoria testamentaria2. Es preciso advertir, antes de empezar el análisis, que la unanimidad de la crítica no debe ocultar que las posiciones respectivas de cada uno con relación al objeto de la crítica son distintas. Clarín, por ejemplo, aunque no pueda «en conciencia» llamarse católico, se sitúa, a partir de 1890, bastante cerca del catolicismo, mientras que Unamuno, después de 1900, está bastante lejos. En cuanto a Machado, está totalmente fuera y siempre a gran distancia. Todos son heterodoxos, ya que según la definición del diccionario de la Real Academia -definición que, todavía en 1986, coincide con la de Menéndez Pelayo- es heterodoxo «quien sustenta una doctrina no conforme con el dogma católico». Pero hay varios grados de heterodoxia, aunque los censores eclesiásticos en general no entran en matices, tanto más que para ellos siempre son más peligrosos los herejes que están en los umbrales que los que están fuera.
¿Qué es religiosidad? Se toma aquí la palabra en el estricto sentido que parecen atribuirle (como se verá) Clarín o Machado y que podríamos sintetizar así: atracción por la religión en general, con o sin adhesión a una religión positiva. Ahora bien, si María Moliner se atreve tímidamente a definir religiosidad como «cualidad de religioso», para la Academia, esta palabra no tiene otra significación que la tradicional, es decir: «práctica y esmero en cumplir las obligaciones religiosas». Es decir, que, al sentido vivo y activo de «inclinación religiosa» que ha tomado el vocablo se le niega carta de naturaleza. ¡Una manera como otra de excluir herejías!
Pues bien, si es bastante fácil analizar la posición crítica de los tres escritores respecto con el catolicismo, es mucho más complejo y mucho más delicado estudiar su pensamiento y su sentimiento religioso, o sea su religiosidad. Es que cada uno busca o reivindica, y es ya una característica común, una relación íntima con lo divino. Cada cual tiene su manera personal de vivir el propio problema, en el cual intervienen muchos factores (infancia, influencias, temperamento, etc.) que cuajan en el complejo que podríamos llamar personalidad. Sin embargo, es posible, también en este plano, deslindar una serie de denominadores comunes que son unas dimensiones básicas de la condición humana, a partir de los cuales se afirman concepciones, sentimientos o posturas más o menos particulares. Esos denominadores comunes son: la presencia del misterio, la muerte y el problema de la inmortalidad, la necesidad de trascendencia, la exigencia de dimensión cordial, la duda y la fe, la fe en la duda o la duda en la fe...
Esta primera aproximación es pues, más que otra cosa, una clarificación necesaria y una definición del alcance del estudio propuesto, es decir, repito, la búsqueda, en las obras de Clarín, Unamuno y Machado, de unas características comunes que definen una tendencia, por cierto heterodoxa, indudablemente minoritaria, pero que se impone con gran fuerza de autenticidad espiritual y humana.
Veamos primero cómo se afirma y cómo se manifiesta la crítica de la institución católica. Hay que notar que si el blanco es el mismo, las posturas son distintas. Clarín lucha durante toda su vida contra la Iglesia española porque le mueve -y se nota claramente después de 1890- la esperanza de que las cosas van a cambiar, de que esa Iglesia vacía de espiritualidad no puede seguir siendo lo que es. Unamuno critica de manera agria esa misma Iglesia, formula las mismas censuras que Clarín pero se le siente algo distanciado, sea por resignación, sea porque le interesa más su propio problema que la religión colectiva. En cuanto a Machado, formula sus críticas desde lejos, actúa como alguien que, siguiendo su camino, se interroga con indignación sobre el sentido de esta «amurallada / piedad, / erguida en este basurero» y contra la cual no puede sino invocar «los santos cañones de Von Kluck»3. Tendremos que preguntarnos ulteriormente hasta dónde es posible explicar esas diferencias de posturas. Pero la crítica objetiva, por decirlo así, es la misma.
Primero, todos observan que los españoles no son religiosos a pesar de la enorme presencia clerical en todos los sectores de la sociedad. Durante los veintiséis años de actuación pública en la prensa y también en la obra de creación, Clarín denuncia esa enorme impostura, esa enorme hipocresía -inconsciente, y es lo peor- que consiste en que la mayoría de los españoles se declaran católicos, siguen el rito, cumplen con religiosidad (como dice el diccionario), y sin embargo viven como ateos perfectos. Aparte algunas excepciones que alcanzan singular relieve, los hombres y las mujeres pintados en La Regenta, en Su único hijo, en varios cuentos, han perdido totalmente el sentido de la trascendencia.
De manera más episódica, lo mismo censura Machado unos veinte años después, al evocar estos «páramos espirituales» y al hablar del «alma desalmada de la raza»4. Emplea casi las mismas palabras que Clarín para caracterizar la mentalidad dominante de una ciudad de tercer orden, Baeza: «ciudad levítica» en la que «no hay un átomo de religiosidad»5. En cuanto a la población rural, está encanallada por la Iglesia y completamente huera6. En El dios Íbero denuncia el paganismo cerril y vengativo del hombre de los campos que se prosterna en el templo porque aguanta y porque teme, y que «insulta a Dios en los altares»7 En toda la obra de Unamuno -excepto en San Manuel Bueno, mártir (1933), que representa una curiosa voltereta, muy bien explicada por Sánchez Barbudo8- se observa, si no una denuncia, por lo menos un desprecio absoluto por la fe rutinaria y de pura costumbre que domina en el pueblo español. Y hay que recordar que, ya en 1874, Fernando de Castro se alzaba contra el culto fosilizado, más pagano que cristiano e incapaz de suscitar «el espíritu interior de vida religiosa»9.
La culpa de tal situación la tiene la Iglesia católica que, a los ojos de todos, es una enorme institución «de organización formidable pero espiritualmente huera», para decirlo con palabras de Machado10, palabras que parecen hacer eco a las de Clarín que, en 1899, denunciaba a esos sacerdotes medio funcionarios, a esos «míseros positivistas prácticos y vulgares apoderados de la cáscara vacía de una gran institución histórica»11. ¿Qué es La Regenta, además de otras muchas cosas, sino la pintura «por de dentro» de la organización clerical de Vetusta y del mezquino «espíritu covachuelista» que anima a «los santos varones del cuerpo»? Para Unamuno, Clarín, F. de Castro, y para otros muchos, como Galdós, la realidad mal llamada religiosa de España ofrece el mismo espectáculo desolador, que puede resumirse en palabras de Machado por: «vaticanismo de las clases altas» y «superstición milagrera del pueblo»12. La mayoría de los españoles resulta paganizada -la palabra es fuerte pero brota a menudo bajo la pluma de Clarín- por una Iglesia que quiere imponer su dominación en todos los sectores de la vida (la política, la enseñanza, la prensa...), que sigue invocando al totémico «Dios de los ejércitos», una Iglesia que pretende avasallar los espíritus y los corazones por imposición de una moral vacía y de pura fachada. En resumidas cuentas, se trata, para Fernando de Castro, de una Iglesia mundanal y política que no se cuida de que los hombres fuesen religiosos por su conversión «a Dios sino por su adhesión a un Papa» que además acaba de declararse infalible. Para Clarín, esa Iglesia no es más que una «abstracción», o sea algo que no permite la vida del alma. Más; es una ideología cristalizada, que sólo funciona para «mantener privilegios políticos y hasta económicos». A esa religión de «papel timbrado», de «librea y de congresos» no le interesa más que el culto: «la política no la mantiene sino para eso»13.
Se podrían multiplicar las cifras, profundizar y matizar el panorama, pero basta lo dicho para mostrar que hasta aquí nuestros tres autores podrían aparecer como reformadores que no pueden aceptar la situación y luchan para que cambien las cosas. Pero no se limitan a la denuncia, buscan las causas de lo que ven como lamentable petrificación de la vida religiosa del país, reflexionan, y entran entonces en franca herejía, pues llegan a poner en tela de juicio tanto el proceso histórico de la conquista terrenal emprendida por el catolicismo como la base dogmática de la institución.
La idea fundamental, repetida incesantemente por todos, es que la iglesia católica es una desviación histórica del cristianismo. La cita anterior de Clarín lo decía ya muy claramente: la Iglesia actual «no es más que la cáscara vacía de una gran institución histórica», ha olvidado «la vida, la sangre, la substancia de la verdadera religión»14. Fernando de Castro resume bien todo el proceso de institucionalización de esa religión: el catolicismo «revistió de forma externa al cristianismo, fijando el dogma, desenvolviendo el culto y ordenando la jerarquía y gobierno de la nueva Iglesia» y vino a ser una institución jerarquizada, con una organización calcada en las divisiones del Imperio Romano15. El mismo punto de vista se encuentra en Machado: «Sobre la mezcla híbrida de intelectualismo pagano y orgullo patricio erige Roma su baluarte contra el espíritu evangélico». Roma es un poder que ha tomado «del Cristo lo indispensable para defenderse de él»16.
A partir del momento en que la Iglesia se erigió en institución, puso todas sus fuerzas en el desarrollo de su poder, poder económico y poder moral; por eso (y para eso) estuvo siempre al servicio del orden. «No supo el gran Constantino -escribe Clarín- el mal que hizo cuando declaró al cristianismo religión de Estado. Fue como reunir los Evangelios, ponerles una carpeta, escribir encima "Expediente" y atar el legajo con un baduque»17. La religión -afirma Unamuno- se convirtió «a beneficio del orden social, en política, y de ahí el infierno»18 -lo mismo había dicho Leopoldo Alas, al escribir con humor que el infierno se había inventado «para los rojos»19-. No debe extrañar, pues, dicen Clarín y Unamuno, que los políticos y los nacionalistas se hayan apoderado de Cristo y hayan fabricado símbolos con fines que nada tienen que ver con el cristianismo. Las cruzadas fueron empresas «político-eclesiásticas» y no otra cosa; «el Cristo no enseñó que se tomase nada, ni su sepulcro, por la espada ni que se tratase de convertir a los infieles a cristazo limpio». En cuanto al Apóstol Santiago, sigue diciendo Unamuno, «es un símbolo fabricado por el nacional catolicismo español»20. ¡Cuántas veces denuncia Clarín en la prensa a ese catolicismo nacional que santificó, y sigue santificando en nombre de Dios, abusos, injusticias, matanzas! Durante la guerra de Cuba, se alza con indignación contra esos obispos que «predican el exterminio del prójimo y se alegran de las matanzas»21. En 1899, siguiendo tal vez a Renan a quien tanto admira, exclama: «¡Qué cosa más opuesta [...] al fondo real y perenne del cristianismo [...] que esa pretensión absurda del nacionalismo religioso, que quiere imponer creencias a los individuos en nombre del Estado!»22.
Es inútil insistir. Se ve claramente que la crítica es constante y sin concesión, y las poca citas dadas bastan para afirmar que los tres escritores comparten la opinión de F. de Castro: «El catolicismo es un falseamiento del Evangelio, una flagrante contradicción de todas sus doctrinas»23.
Por lo que hace a los dogmas, se nota que suscitan bastante poco interés en nuestros tres autores que, como se deduce de lo dicho, tienen ante todo una posición antidogmática. Hay pocas alusiones a ellos en la obra de Machado: al parecer, para él, este aspecto del catolicismo no merece atención particular pues los dogmas van en contra del buen sentido, y punto final. A Clarín, la cuestión le preocupa, pero es para impugnar esas irrisorias e ingenuas invenciones humanas que en ningún caso considera como palabra revelada. En Su único hijo, hace decir al protagonista -como si éste hubiera leído a Renan- que en la Biblia hay cosas que no se pueden tragar, como «el pecado que [pasa] de padre a hijo» o aquel «Josué parando el sol... en vez de parar la tierra». En un artículo se burla del Purgatorio, en otros del infierno, en muchos evoca la cuestión para él tan preocupante y no resuelta de la divinidad de Cristo. El problema de Jesús es tan importante para los tres que merece estudio aparte; basta decir, por ahora, que para todos Jesús es el hombre, que se hizo Dios y no Dios que se hizo hombre, o como dice F. de Castro «es el hombre que mejor ha comprendido a Dios por el camino de la fe y de la vida religiosa»24.
Para Unamuno, los dogmas son como postulados a partir de los cuales los teólogos de todos los tiempos han emprendido una racionalización de la fe para «apoyar hasta donde fuese posible racionalmente los dogmas [...]. Tal es el tomismo». Hasta tal punto que -y es el argumento predilecto del antirracionalismo unamuniano- el catolicismo es una desviación racional de la fe. «Así se fraguó la teología escolástica [...]. La escolástica, magnífica catedral con todos los problemas de mecánica arquitectónica resueltos por los siglos, pero catedral de adobes, llevó poco a poco a eso que llaman teología natural y no es sino cristianismo despotencializado»25.
La crítica no puede ser más completa y no puede sorprender que para los partidarios de la ortodoxia católica, Clarín, Unamuno y Machado sean peligrosos herejes o ateos puros. Y es verdad que a partir de cierto momento a Clarín y a Unamuno no les queda nada de la fe ingenua de la infancia, de la fe de la madre, a no ser una nostalgia, no se sabe si de la fe o del sueño de la infancia, que en los dos permanece viva. El recuerdo de la religión de la madre podría explicar que Clarín al final de su vida, aunque fuerte y amargamente crítico con el catolicismo, tenga esperanza en el advenimiento de un «espíritu nuevo» que restituiría a la petrificada Iglesia la pureza y la fuerza viva del Evangelio. En cuanto a Unamuno, varios críticos han querido explicar que la fe perdida de la infancia y nunca recobrada era una patética fuente de desesperación. Sea lo que fuere, la perduración y la influencia del recuerdo de la infancia durante toda la vida, Unamuno la resume bien en la frase siguiente: «Nuestros primeros años tiñen con la luz de sus olvidados recuerdos toda nuestra vida, recuerdos que aun olvidados siguen verificándose desde los soterraños de nuestro espíritu»26. No parece que Machado hubiese recibido de su familia una educación marcadamente católica; y tal vez eso explicaría su sereno y permanente alejamiento de cualquier religión positiva.
Pero sea cual sea, para cada uno, la manera de vivir el problema, la crítica de los tres es, como hemos visto, esencialmente idéntica. Para ellos, el catolicismo es una religión muerta que ha perdido la savia de la verdadera religión, es una desviación del cristianismo. Efectivamente, en contrapunto con la crítica negativa de la Iglesia surge en todos la exaltación del cristianismo primitivo.
Es vuelta a Jesús que, hay que decirlo, aparece como la poetización de una edad de oro espiritual y humana, es muy fecunda, ya que en el Evangelio todos encuentran valores esenciales en los que puedan fundamentar una fe en el hombre y, desde luego, una esperanza en un futuro en el que hubiera armonía humana y espiritual entre lo individual y lo colectivo. Esa, en cierto modo, teología -que bien se puede emplear la palabra a falta de otra-, esa generosa teología cordial asoma en Clarín, pero es Machado quien le da forma más coherente y más... sentida. No olvidemos que los dos fueron discípulos de Giner (a quien llaman «queridísimo maestro») cuya metafísica está fundada en la necesidad de un vínculo natural (no dogmático) entre el hombre y Dios, vínculo que precisamente debe permitir el acercamiento progresivo del hombre a la perfección divina. Es lícito pensar que la filosofía cristiana del porvenir o sea la fraternidad, cristiana del porvenir, en la que cree Machado, tiene su punto de partida en la concepción gineriana. «El corazón del hombre -escribe Machado en 1922-, nos dice el Cristo, con su ansia de inmortalidad, con su anhelo de perfección moral, con su sed de amor nunca saciada, tiene ante sí también un camino infinito hacia la suprema inasequible perfección del Padre»27. Esa concepción altruista y fraternal del prójimo, esa fe en los valores cordiales, concepción y fe que alcanzan tanta fuerza en Machado y también, en cierto modo en Clarín, no son, sino episódica y retóricamente, el polo vivo de la preocupación de Unamuno. En él, la hipertrofia de un yo que quiere serlo todo («Quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles...»)28 no puede darle la serena humildad absolutamente necesaria para la percepción en simpatía del prójimo, del otro. A Unamuno le interesa menos la fraternidad que el deseo, para él vital, de construir su propia leyenda para eternizarse en la memoria de los hombres. El documentado y perspicaz análisis de Sánchez Barbudo es sobre este punto particularmente pertinente. Sin embargo, aparece de vez en cuando en la obra de Unamuno la idea de que la religión es porvenir y que Dios se debe incesantemente conquistar. Para la religión, escribe, «no hay más que porvenir [...]. El que cree haber llegado a Dios es que se ha pasado de él»29. Pero la cita no permite saber con claridad si esa conquista de Dios es meramente individual o si se inscribe en el devenir de la humanidad.
Bien asentados estos imprescindibles matices entre los tres escritores, es oportuno examinar brevemente cómo se presenta para ellos ese poético primitivismo cristiano, nostálgicamente consolador y fuente (¿romántica?) de esperanza, conviene repetir que, para los tres, Jesús no es el hijo de Dios, es a lo más, el hombre que se hace Dios. Como dice Clarín, que sigue a Renan también sobre este punto, la personalidad y la voz de Jesús son «algo único en la historia»30. Para los tres, Jesús es el supremo héroe (según el sentido que Carlyle da a la palabra), el verdadero fundador de esperanza, esperanza humana y también divina, ya que abre el camino hacia Dios.
Clarín opone a menudo, después de 1890, la pureza primigenia del cristianismo al catolicismo huero de espiritualidad. Para no alargar demasiado, valga sólo una cita, muy significativa, por cierto: «Yo pienso que cualquier alma serena y bien sentida, que, sin fanatismo positivo o negativo (sic), se acerque a la figura de Jesús y medite en la misteriosa influencia de su personalidad y de su ejemplo y doctrina sobre la sociedad y sobre el individuo, no podrá menos de reconocer allí, sin salir de lo natural, una misteriosa y singular exaltación de la conciencia humana a la comunicación con lo ideal»31. Desde otro punto de vista, en cierto modo el de la fe en el futuro, es también significativa la ficción que desarrolla el final de Apolo en Pafos: San Pablo emprende el mismo recorrido que hace dos mil años para hacer de nuevo el cristianismo, pues ya sabe que «el mundo ha sido cristiano, pero de mala manera». El nuevo cristianismo, el verdadero, el del Evangelio, «será de amor y tolerancia»32.
Sabemos que, después de 1890, la preocupación espiritual es esencial para Clarín, pero su religiosidad, libre de trabas dogmáticas, sólo reconoce principios superiores, como la caridad, la tolerancia, el amor al prójimo..., sentidos y vividos, según el ejemplo de Cristo, en su dimensión trascendente. El amor a los demás es ante todo tolerancia. Por eso (y es tan solo un ejemplo) considera que, a pesar del abismo que le separa del marxismo, es «casi un ideal» para él «departir con los obreros socialistas» para intentar comprenderlos, pero también para «atraerlos al aspecto moral y religioso de la cuestión social»33, para que un día «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una Idea»34. Estas ideas de Clarín, de clara filiación gineriana, prefiguran, ya en 1890, la profunda concepción de la fraternidad que Machado desarrollará a partir de 1920 y hasta su muerte.
Unamuno se exalta a menudo al evocar lo que, para él, era la fe en tiempos de Jesús: entonces era la verdadera fe, «fe religiosa más que teologal, fe pura, libre de dogmas [...]. Allí apenas había nacido la distinción entre ortodoxos y herejes, o más bien era ortodoxa la herejía»35. Quien soñó un día hermanar al cristianismo con el marxismo, poetiza casi líricamente el libro de los Hechos de los Apóstoles: Los primitivos cristianos eran comunistas «que ningún necesitado había entre ellos; porque todos los que poseían heredades o casas, vendiéndolas, traían el precio de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles y era repartido a cada uno»36. Sin embargo, hay que decir que después de 1919, poco le interesa, en el fondo, la dimensión colectiva de la espiritualidad («Cada hombre vale más que la humanidad entera»)37.
Como hemos anunciado ya, el que ahonda más en el tema de la fraternidad cristiana es Antonio Machado, por razones históricas, pero también porque él era un hombre «en el buen sentido de la palabra, bueno»38. En el poema La saeta, afirma que su Jesús «es el que anduvo en el mar», abriendo camino y no el Jesús del madero fijado por el dogma:
No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero
sino al que anduvo en el mar39.
Para Machado, la vuelta a Cristo parece una necesidad para dar trascendencia a su generosa y entrañable concepción de la fraternidad, en una época orientada hacia la búsqueda de valores colectivos que suplanten y trasciendan al individualismo liberal. Es de notar que F. de Castro, ya en 1874, había recordado a sus contemporáneos que le condenaban por hereje que Jesucristo «proclamó el dogma de la igualdad moral entre los hombres, y de la fraternidad por el amor»40. Pero Machado va más lejos. En el artículo significativamente titulado «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia», escribe que es necesario creer que «existe una realidad espiritual trascendente a las almas individuales, en la cual éstas pudieran comulgar»41. Ahora bien, el Evangelio es «la honda revelación del amor fraterno y la comunión cordial y el reconocimiento de un padre común, supremo garantizador de la hermandad humana»42. El amor fraternal, de origen cristiano, es pues la mejor base espiritual para la convivencia humana; pero, al mismo tiempo, saca al individuo de su soledad (y de su egoísmo por no decir de su egotismo): «El amor fraternal nos saca de nuestra soledad y nos lleva a Dios»43. Si tuviera disposiciones para la militancia, Machado no estaría lejos de la concepción del socialismo evangélico tal como la definía, por ejemplo, el generoso e idealista Timoteo Orbe44. Pero su posición es ante todo filosófica, como revelan sus apócrifos Abel Martín y Mairena, y sus teorías sobre el otro, lo otro y la heterogeneidad del ser. Indudablemente se siente más atraído, por lo menos antes de 1936, por el misticismo cristiano «de combate íntimo, activo, dinámico»45 de Tolstoi que por Carlos Marx cuya visión profética es, dice, «esencialmente mosaica»46.
A estas alturas, estamos muy lejos de la ortodoxia católica, y sin embargo se deduce de nuestro análisis necesariamente simplificado que en Clarín, Unamuno y Machado dominan unos valores espirituales que, evidentemente, cada uno vive de manera propia en función de su sensibilidad y de tendencias temperamentales o circunstanciales. También parece lícito ver que definen o ilustran una corriente espiritual, muy heterogénea por lo dicho antes, que se desarrolla al margen y en contra del catolicismo, una corriente que por los años 1960 aflorará muy tímidamente, en el seno mismo de la institución, en el Vaticano II. Esta muy compleja cuestión requeriría mucha reflexión y mucha prudencia...
Mucho más delicado es el problema de la íntima «religiosidad» de cada uno. Tan delicado que ha dado lugar a tesis radicalmente opuestas, particularmente en el caso de Unamuno y Machado. El problema capital que hay que examinar ante todo es el de Dios: ¿Existe Dios fuera del hombre o sólo hay la nada? ¿Es Dios creación del hombre, mero deseo del corazón o mera exigencia de la razón? Nuestros tres autores tienen el gran mérito de plantearse estas graves preguntas y cada cual intenta darles la respuesta que, en conciencia, en razón o en corazón, y con muchas vacilaciones, le parece más apropiada. Y es de observar que a varios de los muchos comentaristas de la obra de Unamuno y de Machado les ha faltado flexibilidad comprensiva al enjuiciar la posición de uno y otro. Es obvio que no nos ayudan- mucho juicios como el de Romero Flores, para quien Unamuno sería «uno de los casos de más honda fe de toda la cristiandad»47 o el de Julián Marías que afirma que no se debe tomar en serio la verbal irreverencia de muchos dogmas de que hace muestra el rector de Salamanca, «pues vive de hecho en el ámbito espiritual del catolicismo» y tiene «una peculiar confianza en Dios»48. Tampoco es aceptable la posición opuesta de quienes concluyen (o proclaman) que Unamuno y Machado eran ateos. Estos críticos y otros enfocan el problema a partir de las personales respuestas que dan a las preguntas anteriores.
Sánchez Barbudo es, a mi modo de ver, quien ha comprendido mejor la personalidad, y desde luego, la obra de Unamuno. (Porque el aspecto más apasionante de dicha obra es tal vez el personaje de Unamuno, presente de modo directo o disfrazado en cada página). Por encima de las evoluciones, retrocesos, contradicciones, confesiones,... que constituyen la vida aparente de este autor, es indudable que perdura siempre en él el afán de gloria, el erostratismo, como dice Sánchez Barbudo. Una frase, elegida entre varias, de este crítico excusará más amplias explicaciones: «Toda esa mezcla oscura, romántica, de egotismo y exhibicionismo, pero también de verdadera soledad y verdadera ansia de Dios, es lo que formaba la compleja personalidad de Unamuno»49.
Sin embargo, parece que Sánchez Barbudo enfoca el problema desde un punto de vista demasiado estricto -que no quiere decir ortodoxo-. Para él, dudar no es creer y el Dios del corazón es sólo Dios inmanente, no Dios objetivo. A partir de tales afirmaciones, es lógico concluir que «Unamuno en el fondo no creía»50, y que Machado «creía sobre todo en la nada»51, y su Dios era «sólo inmanente lo cual equivale a la negación del verdadero Dios»52. Pero ¿qué es el verdadero Dios? ¿Quién ha visto al verdadero Dios? ¿Por qué el Dios del corazón y hasta el ansia de Dios tan viva en Unamuno, Machado y Clarín, no serían una manera auténticamente humana de «prosternarse» ante lo divino -la expresión es de Clarín- o mejor ante el misterio? Para quienes han salido definitivamente de la conformista cuadrícula de los dogmas ¿habrá búsqueda más auténticamente religiosa que la que resume lírica y humanamente Machado en los siguientes versos?:
El Dios que todos llevamos,
el Dios que todos hacemos,
el Dios que todos buscamos
y que nunca encontraremos.
Tres Dioses o tres personas
del solo Dios verdadero53.
Inútil decir que este Dios omnipresente en el corazón de Unamuno, Machado o Clarín (el caso de éste es un poco diferente), pero totalmente inasible, no es el Dios «objetivo» labrado a fuerza de dogmas por cualquier religión positiva. En uno de los aforismos de la serie «Cavilaciones», dice Clarín: «Fe es creer lo que no vimos. Está bien. Pero muchos añaden: como si lo hubiéramos visto. Este es el error de la fe»54. Esas religiones positivas son arquitecturas quebradizas, ya que para adherirse a ellas la fe, ciega o racional, es necesaria. Y puesto que todo es fe, es tan lícita la fe en un Dios inmanente (aun cuando éste no proporcione una absoluta certidumbre de inmortalidad) como otra cualquiera. (Por lo que a mí hace, no quiero probar nada, no me hallo implicado en el debate abierto, tan sólo quiero hacer resaltar la honda autenticidad humana y espiritual de quienes como Machado proclaman que «cabe esperanza, hay que dudar en fe»).
Clarín, Unamuno y Machado tienen una aguda conciencia del misterio y ésta es el punto de partida de una adulta búsqueda espiritual y religiosa. Clarín no parece dudar nunca de la presencia (existencia es otra cosa) de Dios que se impone a él como exigencia racional55 y sobre todo como necesidad cordial. Pero nunca se atreve a «pintar a Dios» ya que «el figurarse cómo es Dios sirve para algo. Para saber que de fijo no es como uno se figura»56 y sobre todo porque «el espíritu religioso es una tendencia ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una digna postura, la postración ante el misterio sagrado y poético; no es como creen muchos, ante todo una solución concreta, cerrada, exclusiva»57.
La religión de Unamuno, según confiesa en 1907, «es luchar incesante e incansablemente con el misterio: mi religión es luchar con Dios»; y añade que no se atiende «a dogmas especiales de esta o de aquella confesión cristiana»58. En cuanto a Machado, declara en 1922 que no se puede olvidar «esa tercera dimensión del alma humana: el fondo religioso de la vida, el sentimiento trágico de ella»59. Es de observar que en su obra poética son relativamente escasas las alusiones a lo divino y cuando se formulan, expresan siempre líricamente «duda en fe», pero toda su poesía parece hundir sus raíces en un más allá, en un como misterio que tiñe las cosas, el paisaje, etc., de espiritualidad difusa. Además, querer eternizar el tiempo en el poema ¿no es luchar con el misterio?
Esta fundamental y aguda conciencia del misterio explica en los tres escritores otra característica común: la idea de la insuficiencia de la razón para acercarse al conocimiento de las profundas realidades. Correlativamente, atribuyen un valor muy relativo a la ciencia y no pueden comprender la actitud de quienes afirman única y deliberadamente su fe en la razón, en los hechos, en la materia y se cierran los ojos ante lo inasequible a la razón. El desprecio constante por los positivistas y por los materialistas es ya revelador de la idea que los tres escritores tienen formada de la realidad, idea que Clarín sintetiza en la fórmula (que, al parecer toma de Carlyle): «la realidad es, pero es misteriosa». Se nota, sin embargo, que cada uno tiene su peculiar manera de expresar su posición, hasta tal punto que se podría pensar que hay divergencias entre ellos. Pero las diferencias son más de forma, o mejor de tono, que de fondo.
Para Unamuno las ideas no son el hombre, es decir, que el hombre profundo, el hombre verdadero, nada tiene que ver con las ideas. La ideocracia conduce a aberraciones como, por ejemplo (y es un ejemplo que viene bien al caso), la creación del «Dios racional» que es una construcción doctrinal realizada por el hombre no hombre: «El Dios racional es la proyección al infinito de fuera del hombre por definición, es decir, del hombre abstracto, el hombre no hombre»60. Al contrario: «El Dios sentimental o volitivo es la proyección al infinito de dentro del hombre por vida, del hombre concreto de carne y hueso»61. La obra ensayística de Unamuno, desde 1897 hasta su muerte, está llena de invectivas contra la razón, la ciencia, los racionalistas. Lo infinito -escribe en 1908- «como un mar sin orilla se extiende más allá del mezquino campo de la ciencia»62. Como ejemplo de desprecio por los racionalistas he aquí una cita elegida entre varias: «Los racionalistas que no caen en la rabia antiteológica se empeñan en convencer al hombre que hay motivos para vivir y hay consuelo de haber nacido, aunque haya de llegar un tiempo [...] en que toda conciencia humana haya desaparecido. Y estos motivos de vivir y obrar, esto que algunos llaman humanismo, son la maravilla de la oquedad afectiva y emocional del racionalismo y de su estupenda hipocresía»63.
Estos juicios rotundos (con otros muchos que se podrían citar) del «gran sembrador de inquietudes» que quiso ser el Rector de Salamanca, estriban en un desprecio a las ideas, en una ideofobia que tiene a menudo fuertes visos de retórica. Porque, ¿qué es, en fin de cuentas, toda la obra ensayística de Unamuno sino un fecundo producto de la razón raciocinante? Y, en última instancia, ese antirracionalismo tan altamente proclamado, ¿no es expresión del desesperado afán de un yo que se siente prisionero en los límites de la razón y aspira a llenarlo todo? (Recordar la cita dada más arriba: «Quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme en la totalidad de las cosas visibles e invisibles...»).
Machado comparte la posición de Unamuno sobre la insuficiencia de la razón y el carácter relativo de la ciencia, pero es mucho más parco en sus juicios. A lo más, encontramos algunas opiniones, un tanto despectivas, sobre el pretendido mundo objetivo de la ciencia que es «mundo de objetos descoloridos, descualificados, producto del trabajo de desubjetivación del pensamiento» y que «no tiene de objetivo sino la pretensión de serlo»64. Se deduce del conjunto de su obra que si la razón y la lógica no permiten acercarse al misterio, a la poesía de las cosas, son, sin embargo necesarias para dar estructura al sentir o a las intuiciones. «No es la lógica lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica»65. O sea que, desde otro punto de vista, la razón permite la comunicación, pero la comunión es cosa del corazón.
La posición de Clarín es muy clara y aflora en varios artículos y en algunos cuentos. Para él, la ciencia es buena, porque contribuye al progreso de la humanidad, pero no se le debe pedir lo que no puede dar. No puede acercarse al conocimiento absoluto, a lo más permite establecer la geometría de las cosas. En el cuento simbólico El gallo de Sócrates66, el gallo se burla de los falsos sabios que pretenden demostrarlo todo: «El que demuestra toda la vida la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas sin la sustancia de nada». Desde luego, el que quiere verdaderamente aproximarse a la verdad, al misterio, tiene que buscar un medio de conocimiento que, más allá de la razón, permita mirar por dentro, sentir, amar...
Todo lo que precede permite concluir que los tres escritores no tienen certidumbres absolutas, y no proponen soluciones cerradas; todo su pensar y todo su sentir arranca de la duda, nadie más alejado que ellos de cualquier sistema definitivo, de cualquier ortodoxia.
Numerosos estudios se han dedicado a la duda de Unamuno, a su «creer creer» o a su «querer creer» exacerbado que le lleva a vivir su problema como una tragedia, contra la cual se rebela, en actitud «energuménica». Luchar con Dios, o mejor con el misterio personificado en Dios, es la única manera, según él, que tiene el hombre para afirmarse en su esencia, pues la esencia del hombre es «el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir»67. Esta lucha con la duda, lucha que la crítica unánime califica de agónica, es fuente de su poesía y de gran parte de su obra en prosa, hasta tal punto que se pudo decir que Unamuno hacía «literatura de su dolor»68, tildándole así de insinceridad. -Sánchez Barbudo habla del «castillo pirotécnico de sus dudas»69-. Es indudable que el deseo de ganar fama, de eternizarse en la memoria de los hombres, le lleva a tomar en sus escritos posturas forzadas, exageradas y contradictorias. Es indudable también que el veneno de su alma, como escribe José María Valverde, es el exceso de su yo y el anhelo de «autoposesión egolátrica»70. Pero no es menos cierto que en ese yo hipertrofiado hay «verdadera soledad y verdadera ansia de Dios», así lo reconoce el mismo Sánchez Barbudo71.
Para Clarín y Machado, y también para Unamuno72-, dudar no es negar. Al contrario. Dudar es buscar. Clarín niega la cualidad de filósofos a los que sólo tienen certidumbres: «No hay verdaderos filósofos sino los que buscan la verdad y desde luego los que dudan»73. Los que «tienen una opinión como una bandera» son «de la arcilla de que se hacen los arzobispos, los papas y los buenos positivistas»74.
Para Machado, Unamuno y Clarín, sólo la duda es fecunda, porque abre interrogaciones, incesantemente, y porque permite sentir la dolorosa poesía de lo infinito inalcanzable. «Dudar en fe»75, trabajar, cada cual a su modo, «en la obra seria de sondear lo insondable»76 es, para los tres, la única manera auténticamente humana de asomarse al «misterio sagrado y poético». Ante tal concepción, hondamente vivida de lo religioso, ante tal religiosidad (si aceptamos el sentido que ellos mismos dan al vocablo), la palabra heterodoxia no tiene ya gran significación.
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